19 de septiembre
A mí el temblor me agarró en la calle. Primero pensé que el simulacro organizado para conmemorar el terremoto del 85 había sido a las once, no tenía por qué sonar otra vez la alarma sísmica. Para entonces ya estaba temblando
A mí el temblor me agarró en la calle. Primero pensé que el simulacro organizado para conmemorar el terremoto del 85 había sido a las once, no tenía por qué sonar otra vez la alarma sísmica. Para entonces ya estaba temblando. La gente salía corriendo desde una calle bruscamente ocupada por una nube de polvo.
Del edificio de la esquina habían caído vidrios, pedazos de la fachada, ladrillos rotos. Traté de comunicarme con alguno de mis vecinos para saber qué había pasado en mi casa, pero no había señal para el teléfono. Emprendí el regreso sin imaginarme que recorrer los tres kilómetros de distancia me iba a tomar más de dos horas, entre el caos vial, la calle llena de gente aterrorizada y el espanto al ver que en la próxima esquina también había piedras, y luego se corría la voz de una fuga de gas, y se veía otra ventana rota y fuera del quicio, empezaba a saberse de gente atrapada en tal o cual lugar y de grupos organizándose para salvarla, y cruzaba otra calle y descubría sitios familiares atravesados por cuarteaduras, deformados, chuecos, o sin alguna pared.
El peligro más urgente no son los sismos, sino quienes se benefician de la corrupción y aseguran la impunidad
Cuando por fin pude entrar a mi casa, encontré frente a la puerta de la cocina los restos de una columna de barro, donde descansaba el filtro de agua. Estaba partida en cuatro pedazos, en medio del charco, bajo una grieta que corría a través del muro. Reptaba a través de treinta y dos años de injusticias no resueltas: el dolor es el mismo, clamaría días después una costurera, integrante del movimiento organizado en 1985, al hablar frente a quienes lloraban a las trabajadoras atrapadas en Chimalpopoca y Bolívar, en un edificio dañado desde antes, que no deberían haber ocupado para trabajar por salarios ínfimos y en condiciones abusivas. Más al sur, en Saratoga 714, una trabajadora doméstica gritaba entre las ruinas, sin saber que una funcionaria impedía su rescate porque le interesaba acelerar la demolición. Sus vecinos y vecinas se reunirían para exigir justicia y denunciar la especulación inmobiliaria que deteriora ese barrio. Una vez más, entre labores de rescate, acopio y atención a quienes se quedaron sin casa, fue surgiendo la certeza de que el peligro más urgente no son los sismos, sino quienes se benefician de la corrupción y aseguran la impunidad. A los pocos días, la solidaridad de la ciudadanía organizada fue atajada por la intervención del ejército, que tomó el control de las zonas devastadas y estableció un orden forzado, decepcionante para quienes entre escombros y palas y perros rescatistas imaginaron otras formas de vivir.
En el fondo del aire nocturno, bajo los otros ruidos, se sigue oyendo el fantasma de la alarma sísmica: tal vez un eco de nuestros terrores. Tal vez un recuerdo de la mujer que, antes de la conquista, recorría llorando las calles de Tenochtitlan para anunciar que su mundo estaba muriéndose y lamentar que aún no vislumbraba otro donde sus hijos e hijas pudieran estar a salvo.
REFERENCIA CURRICULAR
Adriana González Mateos es doctora en Literatura Comparada por la Universidad de Nueva York y miembra del SNI. Da clases en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Ha recibido varios premios por su trabajo literario: ha publicado traducciones de poesía, cuentos, crónicas, artículos académicos, ensayos y las novelas El lenguaje de las orquídeas (Tusquets 2007) y Otra máscara de Esperanza (Océano 2014).