Svetlana Alexiévich o las voces de un coro polifónico
El trabajo de Svetlana es despojar a los relatos registrados en las grabaciones de toda interferencia, hasta de la grabadora, y escucharlos como sonido, casi música
“Yo no me limito a escribir la historia de los acontecimientos y los hechos a secas, escribo la historia de los sentimientos humanos. Lo que la gente recuerda de lo que pensó y comprendió mientras acontecía el suceso.”
Svetlana Alexiévich, En busca del ser humano eterno – En lugar de una biografía
La paradoja es que nada de lo que escribe lo dice ella, es la voz de otros. El trabajo de Svetlana es despojar a los relatos registrados en las grabaciones de toda interferencia, hasta de la grabadora, y escucharlos como sonido, casi música. “Quiero que mis libros sean como partituras”, eso dijo cuando la descubrimos por primera vez en México, allá por el año 2004. Llegó invitada por la Casa Refugio de Escritores perseguidos que se había inaugurado en la ciudad de México en el año 2000. Svetlana estaba viviendo en otra Casa Refugio del mismo Parlamento Internacional de Escritores, en París, perseguida por el régimen ruso por sus primeros libros sobre la guerra. Bastante decaída en su condición física, una de las causas era el precio que había pagado en su cuerpo exponiéndose a la zona radioactiva y maldita de Chernóbil para recoger las conversaciones, los monólogos, las confesiones de las personas sobrevivientes. Fue difícil encontrar un traductor simultáneo para su conferencia en Bellas Artes porque su lengua no era el ruso sino el bielorruso, país donde ella había crecido. Por aquel entonces me quedé con la idea de que Svetlana era una gambusina de la lengua, buscaba no sólo en su escucha sino también en su palabra las pepitas de oro que se podían esconder en el flujo de la verbalidad de otras y otros y en la suya propia. Supongo que ella hablaba francés, viviendo en París como vivía. Y con seguridad también ruso. Pero en su estado de cansancio se cobijaba en su lengua natal, el bielorruso, para comunicar una experiencia y una realidad que nadie más que ella conocía.
Sus textos son el lugar donde las voces humanas hablan por sí mismas, así describe Svetlana el género que ella inaugura. Personas reales que hablan sobre acontecimientos que forman el telón de fondo del escenario de nuestro mundo hoy: la guerra, la catástrofe nuclear, la caída del gran imperio ruso. Y hablan sobre todo de su mundo interior, local, personal, la historia de sus vidas. Un documento que se está volviendo imprescindible en la creación artística, que nos acerca a la realidad a la vez que captura y preserva los significados originales.
“Después de veinte años de trabajar con material documental y haber escrito cinco libros basados en esos documentos, declaro que el arte ha fracasado en la comprensión de muchos aspectos de los seres humanos”, dice Svetlana. Cientos de entrevistadas, también hombres, y miles de horas de grabación y transcripción. Muchos años dedicados a cada libro.
Siguiendo el método Svetlana, escuchemos lo que ella dice sobre su trabajo:
“Yo diría que soy un oído humano. Cuando camino por la calle atrapo palabras, frases y exclamaciones, y siempre pienso, ¡cuántas novelas desaparecen sin dejar rastro!” (en su discurso al recibir el premio Nobel en 2015). Y en contra de toda pretensión de heroicidad en su trabajo, se reconoce en su vulnerabilidad y fragilidad: “No soy fuerte, he visto de todo, me he desmayado. Mi capa de protección está perforada.”
Sus cinco obras monumentales más conocidas son:
La guerra no tiene rostro de mujer (1983, su primer libro, publicado a sus 35 años).
Últimos testigos (1985)
Los muchachos de zinc (1989)
Voces de Chernóbil (1997)
El fin del “Homo sovieticus” (2013)
De La guerra no tiene rostro de mujer:
Más de un millón de mujeres soviéticas de 15 a 30 años participaron en la Segunda guerra mundial en diferentes puestos militares: como pilotos de aviones, conductoras de tanques, artilleras, francotiradoras y muchos otros; no sólo como enfermeras y médicas como en guerras anteriores. Pero ya en la paz, los hombres se olvidaron de ellas, las invisibilizaron, y se arrogaron la victoria en exclusiva, se la robaron a las mujeres.
«…algo que me ocurrió cuando estaba escribiendo mi libro sobre las mujeres (rusas) en la (segunda) guerra. Cuando llegaba a algunas casas, el hombre se situaba en el centro de la mesa para hablar. No se le podía pasar por la cabeza que yo estaba escribiendo un libro sobre las mujeres y la guerra. A menudo incluso le decía a su esposa: ‘Ve y prepara un par de pasteles’, y me presentaba la típica historia oficial de cómo se había ganado la guerra. Y cuando el hombre entendía por fin que lo que yo quería era hablar con las mujeres, se retiraba -muchas veces ofendido- a un cuarto cercano, pero seguía escuchando a hurtadillas.”
De héroes y anti-heroínas: “Las mujeres nunca embellecían la guerra cuando hablaban de ella, la veían como lo que es, una matanza; pero los hombres la veían como algo heroico.”
Después de la guerra, las mujeres tuvieron ocultar su documento de identidad militar y los certificados de heridas si es que querían casarse
Después de la guerra, las mujeres tuvieron que lidiar una batalla más: ocultar su documento de identidad militar y los certificados de heridas si es que querían casarse.
De Últimos testigos:
De cada testimonio, como en cada uno de los libros de Alexiévich compuesto de otras voces, se da el nombre y la edad que la niña o el niño tenía -de siete a doce años- cuando vivió la segunda guerra, y el oficio o profesión que tiene cuando lo relata -en los primeros años ochenta-, que puede ser desde doctora en filología hasta taquillera en una estación de tranvías. Además, cada testimonio lleva, a modo de título, una frase del relato escogida por la autora, de manera que el índice del libro se convierte en un inaudito poema épico de la hazaña incomprensible de la guerra y el descubrimiento del mundo escrito desde la infancia de niñas y niños desgarrados y conmovidos por lo que ven y les sucede. Y de lo que nunca se repondrán y les sigue haciendo temblar de miedo. Nada merece la pena si el precio es la lágrima de una niña o un niño, dicen que dijo Dostoievski y lo dirá cualquier persona que lea este libro.
Los muchachos de zinc:
Alexiévich pasó cuatro años reuniendo las historias de más de un centenar de oficiales y soldados (viajó incluso a Afganistán) sobre la última guerra no declarada de la URSS, de 10 años de duración y, ante todo, sobre el secreto terror que hacía estremecerse a todas las familias con muchachos adolescentes: lo llamarán al ejército, lo enviarán a Afganistán y volverá en un ataúd de zinc.
La inutilidad de la guerra y el retroceso que cada vez significan respecto a una paz desarmada lo expresa uno de los personajes de estas historias: “Los que allí estuvieron ya no van a querer luchar más. Las ideas son lo que hay que combatir y no las personas. Matar las ideas que hacen nuestro mundo tan inhóspito y aterrador y dejar a la gente en paz.”
Voces de Chernóbil:
En la traducción al francés se titula La súplica. Chernóbil, crónica del mundo después del apocalipsis, bastante más neorrealista. Y sin embargo, la huella que me dejó como lectora este libro sin precedentes e irrepetible como documento de supervivientes que son víctimas, que son deudos, que son amantes que se quedaron en el abrazo de despedida del que se fue aquel día como tantos otros al trabajo, y que en pleno apocalipsis, -cuando todo muere alrededor, animales, plantas y la radioactividad es una presencia monstruosa acallada por la mentira oficial- lo que quieren es vivir y seguir amando a las y los suyos y a su tierra. En pleno apocalipsis, un canto al amor, un coro polifónico de seres humanos que acarician la vida. A pesar de que, como dice la autora, “Lo que pasó en Chernóbil es mucho peor que los gulags y el Holocausto.” Pavoroso.
El fin del “Homo sovieticus”: queda para otra ocasión la gran caída del imperio del comunismo en la URSS. Sólo uno de los subtítulos como atisbo: De una soledad muy parecida a la felicidad (extraído también de uno de los testimonios).
Postdata: cualquier Comisión de la Verdad que lleguemos a tener en México para realmente transitar hacia la justicia habrá de realizar el ingente trabajo de escuchar los relatos de dolor de víctimas y verdugos. Porque su objetivo no es impartir justicia sino revelar, descubrir la verdad que contienen tantos cuerpos sin vida, encubierta por la inmunda trama cómplice del poder y los asesinos. Sin verdad no hay justicia.
Isabel Vericat. Más que perfil, pie de foto: el mensaje que llevo colgado a la espalda es lo que interesa a la fotógrafa, y dice: Femicidio. Hecho en México. Lo elaboramos en 2004, y seguimos en las mismas, o peor. Por lo demás, leo, escribo, camino, voy al cine, como lo mejor que puedo. Todo puros privilegios. Vivo en la ciudad de México y en Barcelona. Soy una de las tantas jubiladas sin jubilación, la precariedad, la otra cara.