Editorial
La violencia contra las mujeres ha estado ligada al patriarcado, desde que éste emergiera en el Neolítico, con el fin de controlar la línea del parentesco y por ende la economía, y ya sabemos que la única forma de controlar la línea de parentesco es controlando el cuerpo de las mujeres. La violencia, en toda su tipología, es uno de los instrumentos que el patriarcado ha utilizado y utiliza para mantenerse en el poder y salvaguardar sus privilegios. Tal es así que la cultura de paz no logra impregnar los avances de las diferentes civilizaciones que han poblado y que pueblan el planeta. Específicamente, la violencia contra las mujeres es uno de los signos de distinción del patriarcado que nos afecta por la mayor tanto en cuanto, las mujeres, constituimos el cincuenta por ciento de la humanidad. Es cierto que en la cultura occidental, en este siglo XXI, contamos con un marco jurídico, arrancado por el movimiento feminista, que nos permite denunciar las agresiones más evidentes que sufrimos las mujeres a manos del machismo imperante, pero como señala Anastasia Téllez (coordinadora de este número) en su artículo: “Suele ocurrir que al hablar de violencia de género o violencias de género en plural, entendiendo las múltiples manifestaciones de violencia machista que se ejercen contra las mujeres por el mero hecho de serlo dentro de un contexto machista y patriarcal, se ponga el foco de atención en las mujeres víctimas y en los hombres agresores invisibilizando la responsabilidad que el Estado y las instituciones (que detentan el poder) tienen en este fenómeno por acción o por omisión, lo cual es, no se olvide, una vulneración de los derechos humanos.” Y es que violencia y patriarcado son las dos caras de una misma moneda, resultando imposible acabar con una si no se acaba con el otro, dado que la violencia impregna las instituciones, de manera insidiosa e invisible, generando y legitimando formas de violencia personal (como la que ejercen los hombres contra las mujeres) que no serían posible si no existiera violencia institucional. Y es por ello que en esta ocasión abordamos la violencia institucional de género, cuya magnitud e impacto nos ha llevado a dedicar dos números (éste y el siguiente) sobre el mismo tema. Violencia institucional que si bien sufrimos ni siquiera percibimos como tal, como denuncian las diferentes articulistas de este número, y de la que apenas, incluso nunca, se hacen eco los medios de comunicación, cuando no la fomentan, pues la violencia institucional es públicamente presentada como una manifestación de la Justicia criminalizándose a los movimientos de resistencia -en concreto al movimiento feminista- que le hacen frente, que se oponen a sus desmanes. Por si no tuviéramos bastante con las agresiones del androcentrismo patriarcalista y neoliberal, estamos asistiendo al auge del fascipatriarcado más feroz… Por ello, hemos de poner en el primer lugar de nuestras agendas, con más fuerza si cabe, la resistencia a la violencia institucional, ya que de no pararles en el futuro que nos espera lo peor no va a ser “coser botones”, pues nos volverán a “quebrar la pata”, nos matarán y nos violarán más aún y a ellos, a los hombres de bien, les volverán a obligar a ser soldados de la muerte… entre otras salvajadas que sufriremos sobre todo las mujeres, pero también los hombres defensores de la Paz y de los Derechos Humanos. Una de las primeras afrentas ya se ha hecho patente: la negación de la existencia de la violencia de género negándose, así mismo, a conmemorar el 25 de noviembre por parte de los fascipatriarcalistas que han conseguido escaños en las Cortes Españolas y que gobiernan con el Partido Popular y Ciudadanos en algunas Comunidades Autónomas de este país… ¡Es que no solo no paran, sino que van a peor! Nosotras tampoco pararemos, advertimos.
Alicia Gil Gómez