Begoña Sánchez Laiseca, en primera persona
Al ponerme a escribir para esta sección “Rompiendo el techo de cristal”, la sugerencia ha producido una llegada en tropel de recuerdos tempranos, relacionados con la ruptura de cristales en las que estuve inmersa y a los que en esta reflexión otorgo un profundo significado. De alguna forma explica el motivo de un tan largo recorrido que da sentido al viaje que estoy realizando, esperando llegar siempre a otro puerto.
Nací en 1942, en Madrid, años oscuros de los que fui consciente mucho más tarde, supongo que cuando fui rompiendo los distintos techos de cristal que habían constituido mi estrecha y prevista experiencia temprana en la que se movió mi educación infantil.
Eran los años terribles de la postguerra y nací entre techos y paredes de cristal, estructuras transparentes a la vista que creía que me permitían mirar. Estaban llenas de reflejos con falsas imágenes y me mantenían sin movimiento en un estrecho espacio ahogado por discursos unívocos. Un escenario en el que se desarrollaba la vida desde un único punto de vista, sin otra perspectiva posible.
El primer techo que rompí, este es literal, fue una tarde de invierno, para ubicarlo en el tiempo debía de tener 7 ó 8 años.
Mi madre nos había ido a buscar a mi hermana y a mí a la salida del Colegio de las Ursulinas de Lagasca, en Madrid.
Era un “buen colegio”, le habían dicho a mi madre, en donde recibíamos una extensa y “buena educación”. Abarcaba desde la enseñanza del francés hasta los procedimientos detallados por el experto Capellán del colegio, en sesiones de gala, para que aprendiéramos a “cambiarnos de ropa” vs desnudarnos (palabra que no se utilizaba nunca), por ejemplo, para ponernos el camisón. No me voy a extender sobre los detalles de la tarea y menos sobre cómo había que “realizar la higiene” diaria que también entraba en la asignatura.
Estos contenidos estaban programados y, a medida que crecíamos, el Capellán, acompañado siempre por un monaguillo a su lado, hacía las filigranas discursivas para crear alrededor de las niñas que le escuchábamos un habitáculo asexuado para protegernos del pecado, que no sabíamos en qué consistía. Para que no faltara detalle, todo esto se realizaba con un cuidadoso ritual de gala: nos poníamos el “capulet”, especie de velo-toca de monja, que podía ser de batista para diario y de gasa para los festivos. Además, vestíamos guantes blancos. Cuando se acababa la actividad de escucha, nos íbamos en fila, sin mirarnos. Luego supe que también se respiraba un ambiente cargado de morbo.
Aquel día, cuando llegó mi madre ya estaba anocheciendo. Íbamos a buen paso, pero yo me entretuve haciendo algún recado y no me esperaron porque ya me dejaban subir sola en el ascensor.
Subir sola en el ascensor era entonces una aventura que se iniciaba al cerrar bien las puertas y alcanzar de puntillas el botón del segundo piso y apretarlo, ¡Magia, funcionaba!, y entonces quedarse quieta durante el traqueteo inseguro pero familiar hasta la parada correspondiente. El ascensor, de estructura de madera y grandes cristales a través de los que se veía el trayecto, subía renqueante.
Enseguida noté que algo no iba como debía. En primer lugar la velocidad, algo más rápida que de costumbre y el traqueteo en los cables y polea que sujetaban el artefacto era más intenso. Los pisos pasaron muy rápidos, nunca había subido al tercero, ni al cuarto, ni mucho menos a la buhardilla que estaba cubierta por una claraboya enorme, un techo de cristal en el que se quedó enclaustrada la cabina del ascensor. Un ruido enorme, cristales rotos…
Las vecinas de la buhardilla me ayudaron a salir apilando unas sillas hasta alcanzar la altura de la puerta rota. Así, al escurrirme temblorosa entre la armadura del ascensor pude ver cómo vivían las personas tres pisos más arriba del nuestro. Se había roto la claraboya de cristal y desde esa posición pude ver que había otras gentes, mujeres que vivían en muy malas condiciones.
Mi segunda experiencia de cristales rotos tuvo una mayor implicación personal. Ocurrió un año o dos más tarde, era un domingo por la mañana. El piso en el que vivíamos tenía muchas puertas acristaladas y al perseguir a través de esas puertas a mi hermana, ella cerró una para escaparse y yo metí la mano para abrirla hiriéndome con el cristal. Me aterroricé, y con el brazo herido y sangrando expliqué que había sido sin querer. El resultado fue una cicatriz, que parece un intento de cortarme las venas, que me acompaña desde entonces.
Los domingos no se podía hacer ruido porque las personas mayores dormían, era un día de descanso y era impensable que se pudiera cometer semejante acto que obligaba a ir al hospital con una hija desangrándose. Bueno la verdad es que mi padre se quedó en casa, me acompañaron mi tío y, claro, mi madre.
En el hospital, mientras esperaba a que me cosieran las venas, pensé que había que hacer las cosas queriendo, no sin querer y después afrontar las consecuencias. Estas y otras consideraciones semejantes me hicieron merecedora de la etiqueta de difícil y rebelde y fue así como empecé mi andadura hasta el final de las experiencias, rechazando, por insatisfactorio, cualquier punto intermedio.
Al romper un techo de cristal había vislumbrado una realidad que no conocía: unas mujeres que vivían solas y medio escondidas en la buhardilla de la casa; de un techo de poca altura colgaban unas cortinas que separaban unas estancias de las otras. Cuando rompí la puerta de cristal, descubrí el egoísmo de mi padre al que me estaban enseñando a obedecer. El de mi padre era el desprecio machista a la mujer-niña y que hacía que me considerara “culpable”. Esta herida dejó una cicatriz mucho más profunda.
Tuvieron que pasar muchas cosas y durante muchos años para desaprender lo que tan cuidadosamente me habían enseñado, para poder mirar y aprender a ver, para rechazar certezas, seguridades, axiomas y no pararme nunca, buscando el escondido porqué de lo que nos rodea.
Marx, Mao, Trosky, Freud y el resto de pensadores se movían, como los veintidós jugadores de un partido de fútbol o la como la mayoría de los grandes tratados, sin mujeres. Eso de no tener alma nos ha hecho ir muy retrasadas.
Mientras en París se creía que la revolución era posible en mayo del 68, coincidiendo con el nacimiento de mis hijos estudié Magisterio acunando al pequeño. Un año más tarde García Márquez publica “Cien años de soledad” y Pablo VI su encíclica Humanae vitae que, como mujer, me aleja definitivamente de la iglesia y de la fidelidad a sus creencias. Aquí, con las manifestaciones, oí gritar por primera vez ¡Libertad! y viví, consciente de lo que me rodeaba, la muerte de Enrique Ruano en el 69, las ejecuciones de Chez y Puig Antich en el 74 y las últimas de la dictadura del terror, en septiembre del 75.
Tiempos intensos, la Transición, los diferentes partidos políticos, empezar de pronto a construir otra realidad… También había que construirse personalmente, estaba muy tocada por los treinta y tres años que había vivido en la dictadura, y ahora me reconozco entre una generación de incombustibles. Camus, en El hombre rebelde, recuerda el mito de Sísifo, con su significado y con el final con el que me identifico: hay que imaginarse a Sísifo dichoso.
En esos años estaba trabajando en el Siglo XXI -el colegio que miraba hacia el futuro- y esta experiencia fue definitiva para orientar mi búsqueda desde entonces. Pude hacerlo en equipo con varias compañeras -unas, muy cercanas en el espacio y otras menos- que a través de la tarea de educar, en un amplio sentido, fuimos compartiendo análisis, intereses, reflexiones y cariño. Nos seguimos haciendo las mismas preguntas que nos mantienen en un tenso equilibrio, girando en el universo. La necesidad de totalidad vs punto medio adquirió un sentido en la coherencia que aprendí de ellas, y con ellas, y que ha ido y seguirá ampliando sus ámbitos de implicación.
Educar resulta tan difícil porque involucra al educador y a la educadora en cada propuesta; cuando se pretende motivar por el aprendizaje hay que sentir pasión por lo que se enseña, cuando se habla al alumnado de respetar al otro es preciso valorar la dignidad humana, cuando se trabaja sobre el tema del agua hay que sentir el deterioro y la huella que producimos en la Tierra, especialmente quienes pertenecemos al mundo maldesarrollado (para educar hay que conocer el estado del Planeta Tierra). Cuando se les habla de entender y aceptar la diferencia humana hay que reconocerse como hombre o mujer sin las limitaciones impuestas por la cultura de género, origen de la injusticia y de la opresión (para educar hay que conocer, superar, liberarse de las características impuestas por una educación imperante de violencia hacia la mujer).
Mis primeras clases fueron de alfabetización en el Pozo y en el cerro del Tío Pío -en Vallecas, Madrid- y de enseñanza y juego en una sala de “niños crónicos” internados en el Hospital del Niño Jesús de Madrid. Era el curso 1960-61 y el voluntariado lo organizaba la Iglesia, en mi caso una organización de cristianos de base, la CUMI. También hubo muchas y muchos compañeros de aquella época de quienes guardo buenos recuerdos y múltiples aprendizajes… Desde entonces, han pasado 55 años, no he dejado la tarea, con distintas prácticas siempre educativas.
Cuando llega el momento de la jubilación me surge la duda sobre qué es la jubilación, ese júbilo de ¿la obra ya hecha? Todavía hay muchas cosas sin hacer y hay otras que están mal hechas, hay que seguir haciendo posible lo necesario. A la vez se unen unas circunstancias personales muy difíciles y opto por continuar en mi tarea.
Esta vez va a ser lo que ahora se llama emprendimiento, que no me resulta una palabra biensonante. Era el principio de la crisis, en 2008, y decidí organizar una pequeña empresa; hay que llamarla empresa pero se organiza para ofrecer un servicio: colaborar desde el exterior del sistema escolar al aprendizaje en un sentido inclusivo, formar en la experiencia y en la práctica a profesionales, hombres y mujeres, que se dedican a educar y contratar a un pequeño número de personas que no tienen trabajo.
Nuestra empresa-servicio tiene dos ámbitos de actuación interrelacionados: el pedagógico y el empresarial:
- Con todos los sentidos con una orientación exclusivamente pedagógica y con la intención de ofrecer recursos para el desarrollo de la persona: aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a convivir con las y los demás y aprender a ser [1]. Para ayudar a que el alumnado conozca (sapiens) no es suficiente saber lo que se enseña, hay que conocer también los procesos de aprendizaje por los que la o el aprendiz aprende.
- Para que el alumnado sepa hacer (faber, habilis), participar, actuar con los instrumentos y posibilidades a su alcance, el sujeto adulto, hombre o mujer, tiene que estar implicado en la actuación y participación social, ecológica y política, no es un mero transmisor, es un “hacedor” en primera persona de lo que muestra y enseña.
- Para poder enseñar al alumnado a vivir con las y los demás (ethicus) y desarrollar un sentido estético y ético en la convivencia, la persona adulta tiene que “saber escuchar” al alumnado, respetarle en su dignidad para que aprenda a valorar la humanidad.
- Para orientar al “aprendiz” o a la “aprendiza” sobre la construcción del hacerse a nivel personal (proyecto personal de autenticidad y emancipatorio), el aprendizaje fundamental para llegar a “ser”, el y la educadora tiene, a su vez, que tener un proyecto personal que defina su elección y suponga en la relación educativa una referencia de la posibilidad humana. Aprender a ser es el aprendizaje previo sobre el que se sustenta todo lo demás. Llegar a ser “persona” implica una elección, un proyecto, y un compromiso ético.
La empresa está organizada dentro de los parámetros “humanos”, las personas son la medida y el fin de cualquiera de sus actuaciones orientadas hacia el crecimiento personal, es decir el desarrollo educativo de todos y todas quienes pasamos por aquí, para posibilitar la convivencia, el respeto, la implicación y el compromiso mutuo. Ningún objetivo económico prevalece sobre los objetivos de enseñanza/aprendizaje, al contrario, están supeditados a ellos. Nuestra organización se inscribe dentro de los parámetros de la EBC (C. Felber) que atiende a:
- La orientación de beneficio social del servicio que se ofrece: Función educativa
- Trabajadores y Colaboradores
Convivencia, formación y función.
Relaciones laborales justas (contratación, sueldo, horario)
- Clientes: confluencia de intereses
Precios justos
- Proveedores: Ética de productos y suministros
Precios justos
Cercanos: ahorro de energía
Evitar las multinacionales
- Financiación
La empresa se mantiene libre de financiación para no adquirir compromisos que pongan en riesgo su coherencia con la economía ecológica y fuera del mercado exclusivamente de interés financiero.
Y, por supuesto, trabajamos desde un enfoque igualitario y desde el respeto a las diferencias… No es fácil, aun en estos tiempos, pero mientras quede vida y energía hay que seguir empujando para romper todos los muros de cristal que impiden conseguir lo que es de justicia.
NOTA:
[1] Delors, J. (1996.): “Los cuatro pilares de la educación” en La educación encierra un tesoro. Informe a la UNESCO de la Comisión internacional sobre la educación para el siglo XXI.