Willaq Pirqa
La primera película peruana en quechua apareció en 1961, Kukulí, dirigida por Luis Figueroa, Eulogio Nishiyama y César Villanueva. Un largo camino ha transcurrido hasta el pasado diciembre cuando se estrenó Willaq Pirqa, el cine de mi pueblo (2022) dirigida por César Galindo, también filmada enteramente en quechua.
En estos más de sesenta años, ha habido algunos pocos y definitivamente menos exitosos intentos de producir cine en lenguas indígenas, dos destacados representantes de esa ola de realizadores en lenguas originarias son Palito Ortega Matute (Ayacucho, 1967-2018), que deja un legado de más de diez películas, y Óscar Catacora (Ácora, 1987- Conduriri, 2021) quien dejó un magistral largometraje en aymara Wiñaypacha (2017). Ambos fallecieron prematuramente cuando todavía podían aportar mucho en el ámbito cinematográfico. Una terrible pérdida para el Perú y el cine peruano. Por mencionar tan solo un caso más, puedo destacar Retablo (2019) de Álvaro Delgado Aparicio. Estos tres ejemplos dejan evidencia que el interés por producciones en otras lenguas está incrementándose y que los temas que se abordan son tan diversos como la imaginación y creatividad de sus directores. Sin embargo, todavía la mirada de una mujer indígena está dejándose extrañar detrás de cámara.
Willaq Pirqa ha acaparado la atención del público, especialmente el de la capital limeña en la que, si bien el quechua es hablado por millones de migrantes del interior del país, la ciudad se ha mantenido indiferente a la realidad de un bilingüismo que debería ser reconocido, potenciado, impulsado como parte de un proyecto de inclusión nacional más amplio.
El Perú, geográficamente dividido en tres grandes bloques: costa, sierra y selva, está simbólicamente separado en dos: el mundo criollo y mestizo occidentalizado de la costa y el mundo indígena de la sierra y la selva. Esta ruptura no ha podido ser remontada por los intentos de descentralización que no han logrado evadir la colonialidad del poder instalada en nuestra sociedad. La guerra interna (1980-2000) acrecentó esa distancia entre mundo indígena y mundo criollo y mestizo occidentalizado, una distancia que lejos de superarse con el cambio del siglo se ve acrecentada, nuevamente, por posturas políticas que juzgan con la vara corta a unos pocos privilegiados aliados a los grandes capitales y con la vara larga a los indígenas, marginados de siempre.
Sin embargo, esa realidad es ajena a la película Willaq Pirqa. En ella se narra la historia de un niño, Sisto, que descubre por primera vez el cine. En tal sentido, es una suerte de versión indígena de Cinema Paradiso (1988), aunque en este caso no somos partícipes de la historia de vida del personaje principal, sino que somos testigos de la transformación que ocurre en él y en la comunidad al ser expuestos al séptimo arte. Si bien está ambientada en los años ochenta en el Perú, cuando iniciaba la guerra interna que por veinte años azotó al país, la comunidad idílica donde vive Sisto no sufre esa realidad que apenas se perfila alejada y marginal, mencionada o presente a través de la esporádica aparición de personajes como Rosita y la mujer que deambula sin rumbo. El maravilloso invento de las imágenes en movimiento traerá conflictos a Sisto y a la comunidad, sin embargo, su carismática personalidad y el apoyo de la matrona del pueblo, mamá Simona, serán vitales para que las dudas y miedos den paso a la creatividad, la alegría y la apertura.
Tal vez por esta suerte de fantasía imaginaria y feliz, en la que la y el espectador es invitado a gozar de la lengua quechua y de las aventuras de Sisto, sus amigos y su burro Wayrurito, es que la película ha recibido una excelente acogida del público, manteniéndose por cinco semanas seguidas en cartelera. Es destacable esta persistencia y la apuesta del público por el cine nacional en quechua, en competencia a los grandes blockbuster de Hollywood. Pero además la película viene en un momento en el que la crisis política en el país, a punto de hundirnos en una dictadura o en una guerra civil, demanda por un hálito de esperanza en el que la armonía y la paz sean posibles.
A diferencia de otras cinematografías nacionales latinoamericanas en las que las mujeres indígenas hacen sentir su presencia y empiezan a ser partícipes de un cambio en el punto de vista, en el Perú este proceso todavía no ha logrado posicionar a una directora indígena en la que se pueda ver reflejada su visión del mundo. Si bien tanto el Festival de cine de Morelia como el Festival de Cine de Lima han abierto espacios de debate y difusión a las propuestas indígenas de la región y el mundo, en nuestro país falta todavía mucho qué hacer en esa dirección para lograr figuras que sigan los caminos abiertos por Teófila Palafox (Oaxaca, México) y andados por Rossana Mucú (Guatemala), Patricia Yallico (Ecuador), Ángeles Cruz (México), por solo mencionar a algunas.
Hay varias iniciativas importantes como la Coordinadora Latinoamericana de Cine y Comunicación de los Pueblos Indígenas que organiza un Festival Internacional, al presente en su décimo cuarta edición, para que poco a poco el cine latinoamericano abunde en mayores lenguas, mayores miradas y diversifique su oferta. Esperamos con ansias a esa mujer indígena que en nuestro país encuentre vocación y pasión en el arte de las imágenes en movimiento.
Aunque ya me he despedido en otro artículo, publicado en este mismo número, simplemente señalo que, hasta que vengan tiempos mejores, de nuevo digo adiós a todas y todos ustedes, lectoras y lectores de esta sección, hasta que nos encontremos otra vez, y les animo a seguir viendo buen cine.
REFERENCIA CURRICULAR
Bethsabé Huamán Andía es crítica de cine y crítica literaria. Escritora, Feminista y pescetariana. Licenciada en Literatura, magister en Estudios de Género y Doctora en Literatura.