Sobre el derecho a la vivienda (o a una habitación propia)
Escribo bajo el calor sofocante de los 39 grados que marcan los termómetros de este estrenado julio en Madrid. Me pregunto qué habría sido de nosotras si el confinamiento se hubiera atrasado unos meses y la pandemia se hubiera mezclado con la canícula. ¿Qué habría sido de la vida en esas casas sin ventilación, sin aire acondicionado? ¿Qué ocurrirá el próximo invierno en todas esas viviendas donde la calefacción se enciende solo un ratito al día, y a costa de privarse de otras muchas cosas?
Durante estos meses y por circunstancias que no vienen al caso, he podido entrar en viviendas donde no era fácil precisamente eso, vivir. La casa de una mujer mayor, sin luz natural ni ascensor, donde siempre parece estar atardeciendo. La de amigas que se aprietan en veintipocos metros cuadrados a un precio desorbitado. La de un hombre enfermo y solo que hacía malabares para entrar en su propia bañera. La pensión donde tuvo que recluirse Sole, superviviente de violencia machista, tras huir del que ya no podía ser su hogar. O esas en las que hay dos o tres críos, pero no hay ordenadores, ni wifi para hacer los deberes y ni siquiera saben si el casero les dará otro mes de gracia en medio de la catástrofe.
¿Qué pensarían todas esas personas cuando, en la vorágine de los aplausos, de la incertidumbre y de las buenas intenciones huecas, aparecían esas celebridades sonrientes en televisión (pública, para más inri) diciéndoles “quédate en casa”? Desde sus piscinas, sus salones blancos y minimalistas, sus ventanales azules, sus barrios de cacerola y dúplex, sus jardines donde siempre daba el sol, nos recordaban a todo el orden de las cosas: vivir (bien) y tener una habitación propia, en estos tiempos, es un privilegio.
Pero yo aquí he venido a hablar de derechos, y no de privilegios, y la vivienda lo es. Fue reconocida como parte del derecho a un nivel de vida adecuado en nuestra Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, la que inspira estas páginas, concretamente en su artículo 25, y también en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966. Según ONU Hábitat, no debe interpretarse como un derecho limitado, sino más bien como el derecho a vivir en seguridad, paz y dignidad en alguna parte.
La dignidad pareciera también una cuestión subjetiva, pero no es tan complejo establecer criterios sobre lo que es digno y lo que no lo es y, a partir de ahí, legislar, como invita también a hacerlo el artículo 47 de nuestra Constitución. No es digno, como advertía Humans Right Watch en 2014, que la burbuja inmobiliaria española haya puesto en riesgo los derechos humanos provocando una crisis de vivienda insostenible. No es digno que, según el Estudio técnico sobre pobreza energética en la ciudad de Madrid, un 23 % de los hogares madrileños se encuentre en riesgo de pobreza energética (y más de la mitad tienen a una mujer como sustentadora principal). No es digno que 400.000 hogares en España estén en riesgo de impagar el alquiler por la crisis del COVID-19.
Invito a que dejemos las ensoñaciones del éxodo urbano hacia chalets de extrarradio e hipotecas a tipo fijo y las cambiemos por reflexiones sobre cómo hacer habitables y dignas las ciudades y pueblos en que vivimos. De eso sabe mucho más el urbanismo de género que las páginas salmón de los diarios. Ellas llevan décadas advirtiendo de que las ciudades, sin un planteamiento feminista, tornarán espacios de especulación salvaje, desigualdad y exclusión. También nos han enseñado que los hogares son mucho más que los metros cuadrados: son los espacios de encuentro, de cuidado, de comunidad; pero los modelos de edificación del boom propugnaron lo contrario: individualismo sobre plano, “puzles” de rentabilidad por metro cuadrado, y secarrales con piscina. Y que, en el campo vaciado, se pueden construir alternativas sostenibles de habitar y convivir más allá del modelo dominguero.
Invito a que dejemos de escuchar los cantos de sirena de bancos e inmobiliarias, que se han llenado la boca con eso de “cuidarnos”, y hagamos un ejercicio crítico sobre quienes son sus dueños y a costa de qué y quiénes han construido sus fortunas (de pelotazos, socimis, y desahucios nos ocuparemos en otra ocasión).
Lo dicho. Menos idealismo y más materialismo, pero del bueno; más ideología, y menos Idealista.
REFERENCIA CURRICULAR
Irene Zugasti Hervás es Licenciada en Ciencias Políticas y en Periodismo. Se especializó en Relaciones Internacionales, Género y Conflicto Armado para terminar transitando hacia otro terreno no menos conflictivo: el de las Políticas Públicas para la Igualdad de oportunidades y contra la violencia de género. Ha desarrollado su carrera profesional en diferentes administraciones públicas, desde la AGE a la Comisión Europea, en paralelo a su trabajo como docente y consultora para proyectos internacionales. Actualmente trabaja como responsable de Políticas de Género en Madrid Destino, en el Área de Cultura del Ayuntamiento de Madrid.