Revista con la A

25 de mayo de 2016
Número coordinado por:
Lucía Melgar
45

Cambio climático y género

Escenarios de la cultura del desecho

Lucía Melgar

Lucía Melgar

La basura, nuestra basura, como sabemos, está matando animales, contaminando aguas y tierras, de manera visible. Otra, no tan invisible pero menos “vista”, contamina el aire que respiramos o los mantos freáticos en ciudades, zonas industriales y, como si no bastara, en áreas rurales desgraciadas por el hallazgo de petróleo o gas

Muy al sur del continente, en una playa por demás hermosa, botellas con inscripciones en chino, bolsas de plástico de tiendas desconocidas, botes de cerveza de aquí mismo, pájaros y peces muertos, dan testimonio del impacto del ser humano en la naturaleza. La basura, nuestra basura, como sabemos, está matando animales, contaminando aguas y tierras, de manera visible. Otra, no tan invisible pero menos “vista”, contamina el aire que respiramos o los mantos freáticos en ciudades, zonas industriales y, como si no bastara, en áreas rurales desgraciadas por el hallazgo de petróleo o el gas de lutitas.

En ambos extremos de la cadena de producción y desecho se ubican mujeres: productoras en plantas ensambladoras o laboratorios; consumidoras; pepenadoras (hurgadoras) en los basurales… La producción para el desgaste, el úsese y tírese, que prima hoy en los mercados mundiales contribuye a la mayor producción de desechos industriales, inorgánicos, a la vez que exige un crecimiento continuo de la fabricación de productos que, en gran parte, acabarán en la basura enseguida después de la compra o al cabo de meses o pocos años.

La relación entre contaminación, cambio climático y género parece cada día más obvia. A menudo son las mujeres las más directamente afectadas por la falta de planeación, las sequías o inundaciones, la invasión del territorio por megaproyectos. Son mujeres las encargadas de proveer agua a las familias en el campo, o de esperar los camiones repartidores en las barriadas de la ciudad; son muchas las mujeres que recorren largas distancias en transporte público, defectuoso como el de la Ciudad de México y otras ciudades latinoamericanas, porque no les alcanza para vivir cerca del trabajo y van a diario a cubrir demandas de servicio de limpieza o cuidado a distintas zonas, en buses abarrotados donde el acoso es cotidiano. Son muchas las que viven en departamentos minúsculos de conjuntos habitacionales en periferias hostiles, carentes de mercados, parques y espacios de educación y esparcimiento. Son todavía las mujeres quienes más se ocupan de la casa y, por tanto, de “administrar” los desperdicios y restos orgánicos o inorgánicos. En ciudades latinoamericanas, grandes o pequeñas, muchas mujeres viven de recoger esos y otros desechos en los basurales.

La cadena que une simbólicamente a las mujeres en ambos extremos de la economía del desgaste puede sintetizarse en la industria de los cosméticos, usados por casi todas las clases sociales (menos las más miserables). Los costos y precios de esta industria no se concentran en el producto consumido (lápiz labial, sombras, polvos o cremas), sino en la publicidad, la distribución y el empaque. Según diversas fuentes especializadas, los cosméticos son tan caros como estemos dispuestas a pagar: pagamos por la marca, el prestigio de la tienda, el servicio, y desde luego la presentación. En años recientes, una reglamentación más estricta en Estados Unidos y en Europa, así como la mayor conciencia ecológica de las consumidoras, han empujado a las empresas a buscar empaques “alternativos”, “ecológicos”. Las grandes y algunas de las más conocidas, sobre todo, han ido entrando al “mercado verde”, sustituyendo el plástico no reciclable por plásticos que sí lo son, el papel y cartón por productos que contienen cierto porcentaje de reciclado, las tintas químicas por tintas vegetales, y otros productos contaminantes por “biodegradables”. “Ser verde” no necesariamente reduce el costo: para las empresas pequeñas la transición es cara y no siempre viable, no a corto plazo. Son raras todavía las empresas dispuestas a ofrecer envases re-llenables para reducir, de manera más significativa, el impacto de la industria de belleza en la producción de gases de efecto invernadero y desechos sólidos que afean el mundo.

Miles de mujeres sobreviven hurgando entre los despojos que otras y otros han producido

En el otro extremo, en los basurales de Brasil, Argentina o México, cientos o miles de mujeres sobreviven hurgando entre los despojos que otras y otros han producido. Conocidas como “hurgadoras” o “pepenadoras”, entre otros apelativos locales, trabajan con permisos municipales y en el marco de una organización, como en Porto Alegre, Brasil, o sin equipo de protección ni organización alguna en los basurales de México, controlados por caciques que lo mismo exigen una cuota que un acto sexual para dejarlas trabajar. El trabajo en el basural es duro, según diversos testimonios, pero a muchas les da lo suficiente para sobrevivir y, a algunas, la alegría de llevarse a casa un objeto útil/utilizable, o de convertirlo en “regalo” para algún familiar o amigo. Hasta los desechos orgánicos pueden re-usarse, como comida para animales, o abono para plantas.

En cuanto al preciado material “reciclable” -cartón, PET, plástico, vidrio-, hombres y mujeres que viven del desecho lo venden a empresas que se dedican a recuperarlo para producir nuevos empaques “ecológicos”, en aras de la “sustentabilidad”. Se calcula que una mujer estadounidense gastará unos 15.000 dólares en maquillaje a lo largo de su vida (Quartz). Negocio millonario que nada pierde con reciclar puesto que, según la Agencia de Investigación de Mercado Global Industry Analysts, en 2015 la industria global de empaques reciclables alcanzaría un valor de más de 142.000 millones de dólares, y en este ámbito la industria cosmética es un importante motor de cambio.

Tiene razón la investigadora Rosa Maris Rosado, quien estudió a las pepenadoras de Porto Alegre en Brasil, cuando plantea que “la generación de residuos y la generación de renta a través de éstos se constituyen, contradictoriamente, como problema y como alternativa, creados por la sociedad contemporánea, que abarca no sólo medidas técnico-económicas, mas, principalmente, propicia reflexiones sobre el modo de producción y consumo adoptado” (2009). Las mujeres consumimos productos con un alto porcentaje de desechos, así sean reciclables, y recogemos esos mismos desechos para reinsertarlos en el circuito de cambio, ya sea en el uso de segunda mano, o en la venta para el reciclaje del “mercado verde”.

Escapar a la cultura del desecho es complicado. Aun si no nos maquillamos, si exigimos empaques reciclables, ¿cómo salir hoy del circuito de producción de basura electrónica? ¿Dejar de usar el ordenador o el móvil? ¿Renunciar a la posibilidad de unirse a movimientos globales por la igualdad de género o contra el cambio climático? La industria informática es hoy una de las principales productoras de basura que poco se recicla: en 2014 se generaron 41,8 millones de toneladas de basura electrónica, 7% de las cuales corresponden a teléfonos móviles, ordenadores, impresoras. De esas toneladas, sólo el 17% se recicla, aun cuando, además de contaminantes, incluyen material valioso como oro, plata, cobre y alumninio. Como sabemos, la producción para el desgaste ha acelerado la depredación minera ya que las empresas programan los productos para que duren menos. También en esta cadena juegan un papel importante las mujeres puesto que las ensambladoras requieren del trabajo manual femenino para labores de precisión, a bajísimo costo. Como plantea la periodista mexicana Vanesa Robles, quien ensambla tu teléfono celular, jamás podrá comprarse uno.

Ante estos y otros escenarios, la pregunta “¿qué hacer?” parece irrelevante. Hay, sin embargo, algunas propuestas. Sus implicaciones no son sencillas y van más allá del pequeño cambio cotidiano o de los lejanos objetivos de Naciones Unidas. Lo que se requiere es, como escribe María Novo, una educación ambiental que eduque “para el arte de vivir en armonía con la naturaleza y de distribuir de forma justa los recursos entre todos los seres humanos” (2009). O, como lo han planteado en América Latina comunidades indígenas, defensoras del medio ambiente y pensadores: una nueva relación entre los seres humanos y entre éstos y la tierra; un cambio de paradigma que saque al hombre del centro del universo y reconozca al ser humano en co-dependencia con el resto del planeta.

 

REFERENCIA CURRICULAR

Lucía Melgar es crítica cultural y coordinadora para América latina de con la A.

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