Discriminación de género y carrera judicial
Siendo las mujeres mayoría cuantitativa en la Carrera Judicial y siendo cuestión de tiempo que todos los cargos judiciales de nombramiento discrecional, una impresión apresurada nos podría llevar a opinar que no hay discriminación de género en la Carrera Judicial
I
Siendo las mujeres mayoría cuantitativa en la Carrera Judicial, y -o eso al menos es lo que se oye en ocasiones- siendo cuestión de tiempo que ocupen las plazas que les corresponden en proporción a su número en el Tribunal Supremo, o en las Presidencias de la Audiencia Nacional y sus Salas, de los Tribunales Superiores de Justicia y sus Salas, y de las Audiencias Provinciales -es decir en todos los cargos judiciales de nombramiento discrecional-, una impresión apresurada nos podría llevar a opinar que no hay discriminación de género en la Carrera Judicial. Tal impresión se podría reforzar con la consideración de que las juezas tienen poder y, con base en esa consideración, alcanzar la conclusión de que no podrían sufrir en ningún caso violencia de género pues de sufrirla, aún en su más mínima expresión, reaccionarían contra ella con todo ese poder.
Pero estos razonamientos se sustentan sobre fundamentos teóricos erróneos, pues pivotan sobre el concepto de sexo -no sobre el concepto de género-, se sustentan en ideas de igualdad formal -no en ideas de igualdad material-, y consideran la discriminación de las mujeres como un fenómeno puntual vinculado a la diferencia de trato respecto a los hombres -cuando la discriminación es una diferencia de estado entre mujeres y hombres-.
II
La discriminación de las mujeres no se sustenta en su sexo, sino en el género que, como es sobradamente sabido, no son las diferencias físicas entre los dos sexos, sino un añadido sociocultural que coloca a los hombres en posición de superioridad/dominación y a las mujeres en posición de inferioridad/sumisión.
De esta manera, los hombres, solo por el hecho de ser hombres, disponemos de una serie de posibilidades de actuación en todas las relaciones sociales que, solo por el hecho de ser mujeres, les están negadas a las mujeres. Quizás donde mejor se aprecia esa diferencia de género es en el ámbito de la sexualidad, en cuanto un hombre es hombre en la medida en que se comporta como activo y fuerte en su conducta sexual y una mujer es mujer en la medida en que se comporta como pasiva y débil en su conducta sexual. Podemos, así, los hombres realizar avances sexuales en cualquier momento y en cualquier lugar sin que podamos ser cuestionados, a diferencia de las mujeres, que en esas mismas circunstancias serían tachadas, como poco, de ligeras de cascos. Es más, si el ambiente es abiertamente machista, se minusvaloraría nuestra hombría si no hiciéramos esos avances o, a lo menos, no aparentase que los hacemos.
Las juezas pueden sufrir acoso sexual no solo a consecuencia de la actuación de sus superiores jurisdiccionales o gubernativos, pues el poder formalizado que ostentan puede ser neutralizado por el poder de género que informalmente se nos atribuye a los hombres
Por ello, las juezas pueden sufrir acoso sexual no solo a consecuencia de la actuación de sus superiores jurisdiccionales o gubernativos, pues el poder formalizado que ostentan puede ser neutralizado, e incluso superado, por el poder de género que informalmente se nos atribuye a los hombres. La mujer puede ser jueza pero eso no le impide a un hombre, con igual o menor poder formal -e incluso con ninguno-, utilizar las armas que el género nos concede a los hombres para realizar un avance sexual demostrativo de nuestra superioridad masculina y/o de la inferioridad femenina y que, por eso mismo, resulta un avance objetivamente ofensivo.
Tales asertos, en relación con la conducta sexual, se podrían extender a todos los aspectos de las relaciones sociales y, en particular, de las relaciones en la Carrera Judicial. Quién no ha escuchado en alguna ocasión en el ámbito profesional –prevenientes de superiores, de otros compañeros e incluso compañeras o de profesionales del foro- comentarios despectivos acerca de las mujeres o de los valores considerados femeninos, comentarios sexistas sobre mujeres u hombres basados en prejuicios de género, comentarios de demérito de la valía profesional o simple incomodidad por el hecho de la maternidad, observaciones sugerentes y desagradables, chistes o comentarios sobre la apariencia o aspecto o, en general, comentarios de minusvaloración, desprecio o aislamiento de quien no se comporta conforme a los roles socialmente asignados a su sexo, entre los cuales podríamos asimismo incluir comentarios homófobos o lesbófobos.
Unos comentarios que, en no pocas ocasiones, acabarán siendo la guía de una decisión gubernativa de un superior hacia un inferior -eligiendo a un hombre en vez de a una mujer para impartir una clase de formación judicial, o para elegir a quien haya de realizar una comisión de servicio- o, simplemente, acabarán haciendo mella en las personas concernidas -no ejercitando un derecho de maternidad o conciliación al que tenía derecho, o directamente sufriendo demérito en su salud derivado de los comentarios-.
III
Contra esta situación no son suficientes los planteamientos de igualdad formal. Las mujeres pueden ser mayoría en la Carrera Judicial, pero se trata de un mero dato cuantitativo que no significa que la Carrera Judicial esté exenta de discriminación contra las mujeres. Al contrario, hay varios termómetros demostrativos de la existencia de esa discriminación.
Quizás uno de los más llamativos es la constatación de tan escasas mujeres en los altos cargos discrecionales. La razón última de ese techo de cristal -o, si se quiere decir de otro modo, del suelo pegajoso de los cargos no discrecionales- no se encuentra en que las mujeres hayan accedido recientemente a la Carrera Judicial -de hecho ya llevan accediendo a ella desde hace casi 40 años, últimamente en marcada mayoría numérica-, ni tampoco en designaciones abiertamente discriminatorias del Consejo General del Poder Judicial -lo que, por muy poca confianza que se tenga en su política de nombramientos, resulta afirmación bastante excesiva-. La razón última del techo de cristal es que el perfil de un juez de altos tribunales es marcadamente masculino, pues debe estar dedicado a su vida profesional con olvido, a veces absoluto, de su vida personal y familiar, y obligando ocasionalmente a una separación geográfica de la sede familiar.
Otro termómetro de la existencia de desigualdad real, más allá de la igualdad formal, es la constatación de que son las juezas quienes de manera abrumadoramente mayoritaria disfrutan excedencias para el cuidado de hijos, hijas o de familiares -incluso cuando su cónyuge tiene una retribución inferior-. Aquí se aprecia, claramente, la existencia de mecanismos informales de presión social dirigidos a colocar a las mujeres en su “lugar natural” que no aparecen neutralizados con el adecuado reconocimiento de derechos de corresponsabilidad en el estatuto judicial. Mecanismos que no operan en igualdad con los hombres, pues la presión social a lo que nos empuja a los hombres es precisamente a lo contrario, es decir, a desatender nuestra vida personal y familiar en beneficio de la carrera profesional.
IV
La discriminación de las mujeres no es un fenómeno puntual vinculado a la diferencia de trato respecto a los hombres, sino que la discriminación de las mujeres es una diferencia de estado entre mujeres y hombres
Todo lo anterior nos conduce a la última de las apreciaciones antes apuntadas, y es la de que la discriminación de las mujeres no es un fenómeno puntual vinculado a la diferencia de trato respecto a los hombres, sino que la discriminación de las mujeres es una diferencia de estado entre mujeres y hombres. O, si se quiere decir de otra manera, es una discriminación sistémica, institucional o difusa que se puede manifestar en diferencias puntuales de trato, pero cuyo calado más profundo se encuentra en las diferencias generales de estado que, mientras estas se mantengan, servirán de caldo de cultivo para aquellas. Y la Carrera Judicial es un magnifico ejemplo de esa discriminación sistémica, institucional o difusa. De este modo, siendo un grave problema que algunos jueces o juezas puedan incurrir en comportamientos machistas, constitutivos de una desigualdad puntual de trato, es aún más grave que el estatuto judicial regulador de nuestra carrera profesional rebose masculinidad por los cuatro costados, sin lo cual no se resolverán nunca las desigualdades materiales.
No es de extrañar que esto sea así. El estatuto orgánico del personal judicial ha estado inspirado en una concepción determinada de la familia, que era la imperante en nuestra sociedad desde el Siglo XIX en que se conformaron sus normas reguladoras, y, en particular, la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870, hasta la Constitución Española de 1978: un juez varón cabeza de familia al cual seguía su familia en todo su devenir profesional a lo ancho de la geografía española. A esto se unía la idea del “juez sacerdote” dedicado en exclusiva a su profesión y obligado, bajo sanción disciplinaria, a seguir en su vida personal y familiar una conducta ejemplar de acuerdo con la estricta moralidad imperante -con lo cual en esas épocas resultaba impensable un juez en convivencia more uxorio, o una jueza madre soltera, o la libre manifestación de la orientación sexual-.
V
Frente a esta discriminación sistémica, institucional o difusa, en la medida en que es una diferencia general de estado, se deberá actuar de la misma manera general, lo que obliga a una revisión desde la perspectiva de género de la totalidad del estatuto judicial. Bajo esta premisa, las conclusiones del Proyecto sobre la participación equilibrada de las mujeres y de los hombres en el proceso de toma de decisiones, que fue coordinado por los órganos de gobierno de los jueces de Italia y con el partenariado de los órganos de gobierno de los jueces de Francia, España y Rumania, conclusiones que fueron recopiladas en el Documento de Síntesis del Seminario Final, celebrado en Roma (13-15/12/2004), siguen teniendo un gran valor como guías de lo que todavía nos queda por abordar para una auténtica igualdad de oportunidades en la Carrera Judicial: a) Favorecer la flexibilidad de la organización y de la autoorganización del trabajo, con el fin de facilitar la compatibilidad entre la vida familiar y el trabajo; b) Impulsar la utilización de instrumentos tecnológicos postmodernos (fax, firma digital, e-mail) para trabajar desde casa; c) Establecer guarderías en los lugares de trabajo; d) Introducir medidas dirigidas a paliar los efectos negativos del periodo de ausencia y a permitir el reingreso al servicio sin penalizaciones sobre la carrera profesional; e) Introducir también en la magistratura la disciplina de un trabajo a tiempo parcial que comporte una prestación de trabajo con carga reducida, posibilitando a las mujeres embarazadas o con criaturas de escasa edad ausentarse del servicio lo menos posible o, en su caso, regresar lo antes posible; f) Favorecer la posibilidad de formación y actualización durante los periodos de ausencia; g) Preparar valoraciones de profesionalidad basadas sobre todo en la experiencia y en la vinculación sobre el campo, con el fin de evitar que las mujeres, mediante una única valoración de títulos y oposiciones, se vean fuertemente limitadas y penalizadas durante el resto de su carrera con la inevitable consecuencia de la asunción de puestos de destino más bajos.
Con estas medidas y otras a adoptar que, yendo más allá de la igualdad de trato, se dirijan a una auténtica igualdad de oportunidades, no me cabe la menor duda de que los termómetros de la desigualdad en la Carrera Judicial empezarán a entrar en parámetros más asumibles. Si el estatuto judicial deja de ser un traje de chaqueta masculino y pasa a ser un traje utilizable por ambos sexos sin connotaciones de uniformidad, sin duda alguna le sentará mejor a las juezas, sin dejarle de sentar bien a los jueces. Y ello determinará que las juezas -y los jueces- puedan tener hijos e hijas sin tener que acudir a excedencias que siempre conllevan un riesgo de desprofesionalización, progresen en sus carreras sin sufrir desubicación familiar o, en fin, rompan el techo de cristal a sabiendas de que el cargo al que optan no supondrá una exigencia desproporcionada de tiempo, o de desplazamiento geográfico, que entorpecerá su vida personal o familiar sin que sea clara la repercusión de ello sobre la buena administración de justicia. Antes al contrario, el juez o la jueza que concilie adecuadamente vida personal, familiar y profesional sin duda lo repercutirá sobre sus decisiones jurisdiccionales, y si su estatuto profesional garantiza que no sufra la desigualdad en sus propias carnes, sin duda ello también determinará que sepa aplicar con corrección la igualdad a las y los justiciables.
REFERENCIA CURRICULAR
José Fernando Lousada Arochena es Licenciado en Derecho (1981-1986), Graduado Social (1982-1985) y Diplomado en la Escuela Práctica Jurídica (1985-1986) por la Universidad de Santiago de Compostela. Diploma de Estudios Avanzados (2008-2010) y Doctor en Derecho con Premio Extraordinario por la Universidad de Coruña por la tesis “El derecho fundamental a la igualdad efectiva de mujeres y hombres” (2010-2013). Superó las oposiciones de ingreso en la Carrera Judicial (1989) y las oposiciones de ingreso en la Carrera Fiscal (1989), así como las oposiciones de promoción interna como Magistrado Especialista del Orden Social (2001). Autor de numerosos libros, cuyos títulos más recientes son: “El derecho fundamental a la igualdad efectiva de mujeres y hombres” (Editorial Tirant lo Blanch, 2014), “Fundamentos del derecho a la igualdad de mujeres y hombres” (Tirant lo Blanch México, 2015), “Jornada de trabajo y derechos de conciliación” (con Pilar Núñez-Cortes Contreras) (Editorial Tecnos, 2015), “El contrato de trabajo a tiempo parcial: Nuevas reglas para viejos problemas” (con Pilar Núñez-Cortés Contreras) (Editorial Tecnos, 2016). Además de haber sido citado como experto en numerosas subcomisiones parlamentarias, formó parte integrante y coordinó el grupo de expertos que redactó el documento base para la elaboración del anteproyecto de ley orgánica para la igualdad efectiva entre mujeres y hombres (LO 3/2007, de 22.3), y participó en la redacción de las Leyes de Galicia 7/2004, de 16.7, para la igualdad de mujeres y hombres, y 2/2007, de 13.4, del trabajo en igualdad de las mujeres de Galicia, colaborando, así mismo, como experto con la Comisión de Igualdad del CGPJ y participando en la reforma del Reglamento de la Carrera Judicial (aprobado el 28.4.2011), en el Plan de Igualdad de la Carrera Judicial (aprobado el 14.2.2013) y en el Protocolo antiacoso y violencia de la Carrera Judicial.