Ciudad de México: desastre y reconstrucción
Dicen que durante días la ciudad cambió de olor: las fugas de gas y el polvo se mezclaban creando un aroma que pronto se convirtió en uno de los múltiples recuerdos del terremoto que sacudió la Ciudad de México el 19 de septiembre de 1985
Dicen que durante días la ciudad cambió de olor: las fugas de gas y el polvo se mezclaban creando un aroma que pronto se convirtió en uno de los múltiples recuerdos del terremoto que sacudió la Ciudad de México el 19 de septiembre de 1985. Las huellas de ese desastre son difíciles de identificar ahora. A primera vista la reconstrucción fue eficaz: quizá lo único visible sean los edificios habitacionales levantados con prisa en los barrios populares del centro de la ciudad, o las placas conmemorativas que se esconden detrás del bullicio cotidiano.
Pero, incluso para quienes nacimos después de aquel año, “El Ochentaycinco” sigue siendo una suerte de hito colectivo. Toda una serie de narraciones, discursos y rituales políticos se ordenan alrededor del terremoto. El proceso de reconstrucción no se limitó al ámbito urbano o arquitectónico, se edificaron también memorias y confianzas: cada 19 de septiembre la ciudad recuerda y se asegura a sí misma que hoy está más prevenida que nunca ante un desastre. Un ‘simulacro masivo’ paraliza momentáneamente las actividades en oficinas y escuelas, y el gobernante en turno encabeza una ceremonia de recuerdo. No es raro que los recién conocidos que vivieron el terremoto se cuenten dónde estaban ese día a las 7:19 AM. Los viejos amigos, seguramente, conocen ya sus historias.
Si la reconstrucción tras el terremoto no fue sólo una cuestión urbana o de infraestructura es porque algo más que un conjunto de edificios se vino abajo en 1985. En No sin nosotros (México, Era, 2005) Carlos Monsiváis intentó poner por escrito ese desastre múltiple y el proceso que le siguió: el comienzo del derrumbe de un sistema político autoritario y la construcción de un ente político desconocido en el México de entonces, la ‘sociedad civil’. Para el cronista, lo natural del desastre fue apenas una formalidad: “(…) por cortesía de la Naturaleza, luego del terremoto del 19 de septiembre se trastornó por unas semanas el uso del espacio público”. Miles de personas se organizaron espontáneamente para buscar sobrevivientes entre los escombros, atender a las personas heridas o hacer llegar víveres a las damnificadas.
Según el relato de Monsiváis -aún autorizado por buena parte de la opinión pública local- la constitución de la sociedad civil mexicana tras el terremoto significó el comienzo de un proceso que culminaría, en el año 2000, con la salida del gobierno del Partido Revolucionario Institucional (PRI) tras décadas de mandato. Alejada ya de los dogmas de la militancia de los años setenta, habría sido la ‘ciudadanía’ la protagonista de ese proceso de democratización.
El desastre derrumbó las seguridades teóricas, políticas y afectivas de miles y fue necesario reconstruirlas todas
Pero en los cimientos de ese nuevo ente político había, también, un elemento afectivo. El desastre derrumbó las seguridades teóricas, políticas y afectivas de miles y fue necesario reconstruirlas todas. En una de sus crónicas de la época, un estudiante le cuenta a Monsiváis: “yo me creía bien al tanto de teoría y praxis y lo demás, pero durante toda una semana fui el ser más emotivo que conozco”. Así fue el desastre y la reconstrucción, y quizá así sea también su memoria: yo, por ejemplo, conozco el relato de Monsiváis pero también sé dónde estaba mi padre esa mañana y se que, después de enterarse por las noticias, mi madre decidió volver al país tras años de ausencia.
Un desastre, pues, nunca es simplemente ‘natural’: nos afecta personal y colectivamente, en lo político y en lo afectivo; muestra las fisuras propias y ajenas, nos reduce hasta las ruinas y nos enfrenta al imperativo de la reconstrucción. “El desastre des-escribe”, dijo Maurice Blanchot (La escritura del desastre, Monte Ávila, Caracas, 1990); derrumba nuestras certezas -nuestra ‘teoría’ y nuestra ‘praxis’- y nos obliga a ejercitar otras formas de discursos, de escritura, de relaciones.
Casi treinta años después del ‘Ochentaycinco’, algo así vuelve a suceder en México; un desastre que, a diferencia del terremoto, no se limita a la capital. Se trata de una catástrofe diseminada por todo el territorio, cotidiana y permanente. Un desastre que tiene, también, sus fechas y sus lugares, nombres: Ciudad Juárez, Tamaulipas, Tlatlaya, Ayotzinapa. Pero si es distinto a otros es porque es un desastre que des-escribe incluso nuestra concepción de la catástrofe como un acontecimiento aislado: ¿qué normalidad es esta, donde miles de seres viven en un contexto de violencia permanente? ¿Qué territorio es este, fragmentado y en disputa permanente? Ningún país, ninguna democracia, ninguna ‘sociedad civil’ puede ser capaz de soportarlo.
Este desastre prolongado y diseminado nos obliga, también, a re-pensar la noción misma de reconstrucción: ¿cómo llevarla a cabo, cómo comenzarla, cuando el desastre parece recorrerlo todo? Aun más, ¿cómo hacerlo, cuando las ruinas son, a veces, tan imperceptibles? La violencia no sólo derrumba estructuras; disloca comunidades, desplaza familias, trastorna miles de cotidianidades. Hasta ahora, la ‘sociedad civil’ parece haber sido incapaz de reconocer las señales de ese desastre y no ha sabido cómo reaccionar ni reconstruir. Alojada en la ciudad -real e imaginada- que construyó durante la ‘transición democrática’, ha permanecido relativamente sorda, inmóvil, protegida del desastre, intocada por él.
Desde septiembre pasado, el caso de los 43 estudiantes desaparecidos en Ayotzinapa, Guerrero, parece haber logrado tocar a la ‘sociedad civil’. Se ha tratado de una coyuntura en su sentido más originario: un encuentro, una conjunción, una compartición. La rabia política, el duelo y la indignación se han vuelto a encontrar en esta ciudad. Sabemos qué autoridades son las responsables de la masacre y hasta qué punto el Estado mexicano se halla en crisis; pero también sabemos dónde estábamos cuando el Procurador General anunció que los cuerpos de los estudiantes habían sido calcinados.
Seguramente lo recordaremos por años. Este desastre es un nuevo hito colectivo, político, personal. Seguramente la ‘sociedad civil’ acabará de disolverse en nuevas articulaciones, grupos e intersecciones para las que aún no tenemos un nombre. Será necesario ver más allá de ella y de su ciudad -el centro- para poder comenzar la reconstrucción; la búsqueda de otros nombres, otros espacios, otros recuerdos, otros discursos y otros afectos. De otro lugar para vivir.
REFERENCIA CURRICULAR
Dante Anaya Saucedo nació en 1990 en la Ciudad de México. Estudia la carrera de Filosofía y ha colaborado con ensayos y traducciones en diversas publicaciones.