Revista con la A

25 de julio de 2020
Número coordinado por:
Lucía Melgar y Alicia Gil
70

¿Nueva normalidad? Y feminismo

Canción sin nombre

Esta es una de esas ocasiones únicas en la vida que nos conectan con una película desde su concepción, permitiéndonos seguir su desarrollo y maravillarnos al verla nacer y convertirse en un éxito. Me llena de emoción y admiración poder contarles sobre Canción sin nombre (2019), ópera prima de la directora peruana Melina León.

Hace más o menos diez años atrás tuve la oportunidad de leer el guión de Canción sin nombre y la historia me atrapó desde un inicio por su trágica verosimilitud, porque está basada en una historia real, la de una mujer a quien le roban su bebé recién nacida. Quedaba por saber y ver cómo Melina resolvería la puesta en escena, qué formas discursivas utilizaría para contarnos el drama de una mujer desesperada. El camino fue largo porque había que conseguir los recursos para filmar la película, así que Melina recurrió a diferentes estrategias, hizo un fondo de Kickstarter, postuló a varias becas, busco productores y después de mucho esfuerzo y años de dedicación, finalmente logró conseguir los recursos para que, lo que hasta entonces era sólo una idea hecha de palabras, pasara a la imagen. Algunos de estos esenciales aportes vinieron del Concurso Nacional de Proyectos de Largometrajes de Ficción otorgado por el Ministerio de Cultura peruano (2014), el Programa Ibermedia (2015) y el Premio de Producción de la Fundación Jerome para artistas emergentes (2015), entre otros.

Canción sin nombre se desarrolla durante los años en que el Perú atravesó por una guerra interna que cobró la vida de más de setenta mil peruanas y peruanos, atrapados en el fuego cruzado que se llevó a cabo entre los grupos terroristas Sendero Luminoso y MRTA, contra las fuerzas del orden representantes del Estado peruano. La mayoría de víctimas de esta guerra son hombres y mujeres indígenas, cuya lengua materna es el quechua, en su mayoría campesinado que tuvo que migrar a la ciudad para salvarse de una muerte segura. Pero el monstruo urbano les deparaba otras grandes amenazas como la pobreza, la marginación, la soledad, el abuso. Ese es el caso de Georgina Condori, la protagonista de Canción sin nombre, sensiblemente encarnada por Pamela Mendoza Arpi. La razón de su drama es la misma razón que desencadenó los años más sanguinarios de la historia republicana peruana, el profundo racismo que, como herencia colonial, se ha instalado en nuestra sociedad contemporánea. Todas las instituciones gubernamentales son ajenas, extrañas a Georgina en su búsqueda de justicia, como también lo fue el procedimiento médico que la despojó del fruto de sus entrañas, de la ilusión y de la alegría de estar viva. Sólo un periodista comprometido, Pedro Campos (Tommy Párraga) escuchará las quejas de Georgina y se decidirá a investigar el caso.

Es así como el drama personal y el drama nacional están íntimamente relacionados, no son sólo situaciones ocurriendo en el mismo espacio y tiempo, sino consecuencia una de la otra. Al igual que Georgina y su esposo Leo (Lucio Rojas), miles de compatriotas, de raíces indígenas, quechua hablantes, sienten que no pertenecen al Perú, que son extranjeros en su propia tierra; lo sienten y lo viven día a día en un sinfín de atropellos, de burlas, de malas caras, de desprecio, que en ocasiones cobra dimensiones colosales e inhumanas, como el tráfico de bebés de madres que debido a su subalternidad se espera que dejen esos crímenes impunes, que sean incapaces de castigar a los responsables. La ira, el desaliento, la impotencia contenida en Georgina y Leo y en todas aquellas personas que han padecido la injusticia derivada del racismo, alimentaron la guerra interna, pagando nuestra tierra un costo muy alto por esta separación histórica que genera jerarquías arbitrarias, infelicidad, dolor, rencor.

Canción sin nombre no podría haber tenido un más auguroso nacimiento, fue seleccionada por el Festival de Cannes, para presentarse en la sección Quincena de realizadores, estrenándose mundialmente en la meca del cine de arte. Después de eso ha seguido su camino por diferentes festivales en Nueva Zelanda, Japón, Alemania, Australia y una larga lista de países en la que ha sido exhibida. Hasta ahora, algunos de los premios que ha recibido son: premio a Mejor Película y Mejor Fotografía por el Festival de Cine de Estocolmo; ganadora del Colón de Oro y el Colón de Plata por Mejor Dirección y Mejor contribución técnico-artística, por el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva; ganadora del Premio Nuevas Voces por el Festival de Cine de Palm Springs en California; premio Cine Visión en el Festival de Cine de Múnich; Premio del Público en el Festival Internacional de cine de la UNAM, en la Ciudad de México.

En este su primer largometraje, la directora Melina León continúa y perfecciona algunas de sus obsesiones artísticas, que ya veíamos en su previo trabajo, el cortometraje El paraíso de Lily, estrenado en el Festival de Cine de Nueva York, ciudad en la que ella asistió a la Universidad de Columbia para estudiar cine. Las características a las que me refiero son, en el color, la predilección por el blanco y negro; en la geografía, la ubicación en Lima y especialmente en la Residencial San Felipe; en la época, los años ochenta, y en el estilo, la apuesta porque sean las imágenes las que nos vayan dictando los hechos, reduciendo los diálogos al mínimo indispensable para que la trama sea legible. El tono melancólico acompaña a Georgina como un recordatorio de que el mundo está poblado de peligros e incomprensión, sentando la atmósfera para una situación kafkiana en la que las instituciones parecen ser nebulosas y efímeras, incomprensibles e irracionales. Pero a pesar de la dura prueba que Georgina tiene que enfrentar, la música es lo que la llena de esperanza y la reconcilia con la persona íntegra que es. Se marca así una diferencia de género con su esposo, Leo, quien a pesar de ser un danzante de tijeras y encarnar a los dioses andinos a través de su baile, no encuentra la fuerza para salir de esa encrucijada abrazando la vida, sino propiciando la violencia y la muerte.

Después de su estreno en Cannes y su periplo por el mundo, Canción sin nombre finalmente llegó a las ciudades gemelas, en un festival online que se adaptó a la situación de la emergencia sanitaria que golpea actualmente a nuestro planeta. Fue una gran alegría poder ver lo que había sido una idea y ahora era un sueño hecho realidad. Hace muchos años en una entrevista a la directora peruana Claudia Llosa, ella hacía una homología entre querer ser directora de cine, en el Perú, con ser astronauta, porque así de irreal e imposible se veía a sus ojos. Como sabemos, hoy en día Llosa es una de las realizadoras más prestigiosas del mundo. De la mano de Canción sin nombre, Melina León se suma a ese reducido número de astronautas peruanas, digo cineastas, que, para seguir la metáfora espacial, han sabido llegar a la luna por sus propios méritos y contra diversas adversidades. Desde ahí, León abre una estela de luz infinita para que los talentos de todas aquellas mujeres creativas y valientes de nuestro país y del mundo no desfallezcan, ni ellas dejen nunca de soñar con las estrellas y más allá.

 

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REFERENCIA CURRICULAR

Bethsabé Huamán Andía es crítica de cine y crítica literaria. Escritora, Feminista y pescetariana. Licenciada en Literatura, magister en Estudios de Género y Doctora en Literatura.

 

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