¿Qué respuestas frente a la violencia contra las mujeres?
La brutalidad del secuestro, violación y esclavización de mujeres y niñas, como objetos de intercambio entre hombres armados, conmovió conciencias y disparó campañas internacionales y reclamos de países y organismos como Naciones Unidas. Hasta la fecha, sin embargo, nada ha detenido a estos grupos armados y la barbarie sigue
La violencia contra las mujeres en el mundo se ha hecho más visible en los últimos años. La barbarie de los ejércitos del Estado Islámico ha llamado la atención de medios internacionales e indignado a hombres y mujeres. Del mismo modo, el secuestro de 200 adolescentes por el grupo extremista Boko Haram, en Nigeria, sacó a la luz la fragilidad de sociedades donde la ley y el Estado son más palabra que realidad. En ambos casos, la brutalidad del secuestro, violación y esclavización de mujeres y niñas, como objetos de intercambio entre hombres armados, conmovió conciencias y disparó campañas internacionales y reclamos de países y organismos como Naciones Unidas. Hasta la fecha, sin embargo, nada ha detenido a estos grupos armados y la barbarie sigue. Uso la palabra barbarie no porque estos hechos se den fuera de la civilización sino pensando en la tesis de Walter Benjamin, según la cual: “todo documento de civilización es también un documento de barbarie”, es decir, burdamente, que civilización y barbarie van juntas. La barbarie ahí no proviene necesariamente de un acto civilizatorio, pero sí está siendo permitida y tolerada por supuestos representantes de la civilización. Estados Unidos, por ejemplo, está dispuesto a bombardear Siria, Irak y otros territorios pero no a distanciarse de países que, según diversos medios, han financiado a las tropas del EI, tales que Arabia Saudita.
Lo que podemos llamar tolerancia de la barbarie, o de cierta barbarie, no es exclusiva de casos tan intensos y extremos como esos. Si barbarie es violencia extrema, saña, transgresión de las leyes y normas de convivencia, la historia de América Latina está plagada de ejemplos de brutalidad en nombre de la civilización o, en el siglo XX, en nombre del orden o, simplemente, de la ley del más fuerte. Pensemos en el genocidio en Guatemala, que conllevó la violación y la explotación sexual de miles de mujeres y niñas indígenas, o en las desapariciones, torturas y robos de infantes en Argentina, que también se dieron en España. En términos de experiencia colectiva, estos casos se asemejan a los que, con toda razón, han escandalizado al mundo este año.
Hay, sin embargo, otras formas de violencia extrema que, si no pasan desapercibidas, no provocan la misma indignación ni la misma condena contundente por parte de la sociedad o los organismos internacionales. ¿Quién ha iniciado, por ejemplo, una campaña exitosa para devolver a todas las niñas y adolescentes secuestradas y esclavizadas en las redes de trata?, ¿o por las migrantes que atraviesan Europa -España incluida- o México y son violadas, secuestradas, asesinadas o, también, esclavizadas? Puede que muchas hayamos levantado la voz pero, ¿cuál ha sido el efecto? ¿Por qué ante estos casos la indignación queda a nivel individual? ¿A nadie le importa que la barbarie carcoma a diario los suelos americanos o europeos? Es posible que el problema parezca tan grande o se sienta tan lejano que no haya modo de organizarse, pero, ¿no es igualmente enorme el que representa el Estado Islámico? ¿No es igualmente lejano lo que sucede en Nigeria?
La normalización de la violencia en general y hacia la mujer en particular que, sin restarle crueldad ni justificarla, la hace ver como parte del paisaje
Tal vez esa aparente indiferencia colectiva no tenga nada que ver con nuestra capacidad de actuar o nuestra convicción ciudadana, sino con algo más cotidiano: con la normalización de la violencia en general y hacia la mujer en particular que, sin restarle crueldad ni justificarla, la haría ver como parte del paisaje, de tal modo que si no desaparecen ante nuestra vista (la del mundo) 200 niñas a la vez, sino una por una, dejaríamos de reaccionar. Por cansancio, por ignorancia, porque esas violencias cotidianas pasan desapercibidas a menos que las madres se organicen y salgan a la calle como las Madres de Plaza de Mayo; o a menos que las organizaciones cuenten los feminicidios o las desapariciones, como en México o Guatemala; o por temor a la represión o por autocensura ante otros actos de violencia que afectan a grupos más visibles, no se da la misma reacción ni se actúa con la misma determinación contra estas violencias diarias que afectan a miles y que a veces son en extremo brutales.
Esa aparente indiferencia persiste hasta que, de pronto, no son una ni dos sino cientos las mujeres, niñas, jóvenes que han sido objeto de crímenes atroces. Y no sólo a manos de hombres armados por el Estado o por cárteles criminales, sino también por novios, maridos, padrastros, tíos y desconocidos que pueden, o no, ser cultos y educados, ignorantes o viciosos. Entonces, cuando el crimen rebasa los límites de lo común o de lo soportable (cada vez más anchos), los medios o la sociedad reaccionan y buscan obligar a los gobiernos, o instar a las organizaciones, a prevenir y castigar estas violencias. A veces con éxito, las más de las veces con un efecto limitado. Por unas semanas, los medios se ocupan del tema, los funcionarios prometen nuevas leyes o medidas de prevención, o actos simbólicos. Así, hemos llegado a construir ministerios de la mujer, consejos nacionales para prevenir la violencia de género o fechas conmemorativas como el 25 de noviembre que, simbólicamente, nos recuerdan que hay que hacer “algo”.
A estas alturas del siglo XXI, de la crisis económica europea y de las diversas turbulencias políticas y económicas que vivimos en América Latina, la pregunta (o mi pregunta al menos) es: ¿a quién le importa realmente la violencia contra las mujeres? Y desde ahí, ¿qué podemos hacer nosotras, aquéllas a quienes sí nos importa, para cambiar el rumbo y frenar la violencia que mina la vida presente y el futuro de las niñas y jóvenes? Esta última no es una pregunta retórica ni una pregunta para la que tenga respuesta. Es una pregunta que considero necesaria, urgente, porque seguir esperando que los Estados reaccionen, que el Comité CEDAW u otro los convenza de seguir sus recomendaciones (176 a México en 2013), o que sus propios sistemas judiciales reaccionen contra los culpables (de genocidio, de trata de personas, de feminicidio), las próximas generaciones tendrán las mismas o peores dificultades para salir adelante.
Se me contestará, tal vez, que sí hay cambios, que en las instancias internacionales sí hay espacio para voces críticas y que hay gobiernos más progresistas que el mexicano o el español. No lo niego, pero no es suficiente. A mi ver, mientras ignorar y tolerar la violencia contra las mujeres, desde el acoso laboral y sexual hasta el feminicidio, desde la reducción de recursos para la salud y la educación hasta la promoción (no sólo tolerancia) de sexismo y misoginia en los medios y la publicidad, desde la restricción del aborto hasta el encarcelamiento de mujeres por abortar, no tenga un costo político y económico para los gobiernos, para las mujeres políticas y para las feministas institucionales que los apoyan, no tendremos forma de cambiar lo suficiente para que no todo siga igual.
Urge buscar otras formas de organización y movilización para hacer visible que la violencia que afecta a las mujeres afecta a toda la sociedad. Urge poner un alto desde la acción de la sociedad, desde la sanción social que sí está a nuestro alcance. Este año las mujeres que organizaron el Tren de la Libertad nos dieron un ejemplo: la Ley Gallardón no pasó y el ministro tuvo que irse, lo que no sucedería necesariamente en otros países. Ante la violencia que se multiplica, en condiciones adversas de crisis económica, feminización de la pobreza y aumento de la carga de cuidados por la privatización de los servicios de salud y bienestar, es menester encontrar otros caminos, otras respuestas, desde nosotras. Dejo aquí estas reflexiones como pregunta abierta.
REFERENCIA CURRICULAR
Lucía Melgar es Crítica cultural. Doctora en literatura hispanoamericana por la Universidad de Chicago (1996), con maestría en Historia por la misma Universidad (1988) y Licenciatura en Ciencias Sociales por el ITAM, México (1986). Especialista en Género. Actualmente es investigadora independiente y profesora de asignatura del ITAM y Coordinadora de la revista digital con la A en América Latina y Caribe.