La naturaleza perdida
Recuerdos de mi infancia en una barriada de Madrid, donde el desarrollo no llegó hasta los campos de cereales.
Esas tardes repletas de canciones, colores y olores que aún permanecen en mi naturaleza más íntima y que me definen como la persona que soy.
Un día cualquiera de esas primaveras y veranos que comenzaban con mis familiares más cercanos en edades y mi tía Julia.
Como muchas de las personas que habitamos las grandes ciudades, somos hijas de familias rurales cuya subsistencia dependía de la naturaleza, de la observación de sus ciclos, de la interpretación de su lenguaje, para preparar las cosechas; entender cuándo venían las ansiadas lluvias o el invierno indicaba que venía para imponerse o dejaba paso a la primavera y sus cultivos.
Esa cultura la empapábamos entre risas, en compañía de mi tía favorita y sus 6 ó 7 criaturas que, al son de las canciones de Fórmula V, íbamos paseando por el campo rodeadas de trigales con sus amapolas que daban ese punto de colorido rojo entre los homogéneos marrón y verde.
Comíamos espigas frescas, cuyos dulces granos nos entretenían y nos descubrían que los alimentos se originan en la tierra. Chupábamos el pedúnculo de los “chupetes”, esa planta morada que nos libábamos por su dulzor. Cogíamos unas espirales verdes, de unas plantas rastreras, que nos permitían hacernos pulseras y collares y que en mis paseos actuales, cuando las observo, me hacen conectar y sonreír con esa niña interior silvestre y campera que aún permanece muy anclada dentro de mí.
Ese aprendizaje natural y espontáneo entre canciones y risas me ha conformado y enriquecido como animal social urbano que soy, sin olvidarme que estoy integrada en el ecosistema del que dependo para subsistir.
La siguiente generación, esa juventud que nació en la época de las vacas gordas, de entrada en las instituciones europeas, donde los hipermercados y el consumo sin medida se llevaron por delante muchos valores rurales que nos conformaban, aún podía convivir con la naturaleza, cuando existían familiares en pueblos donde se podía disfrutar de las vacaciones escolares, con las gallinas y recogiendo los productos de la huerta, sintiendo las 24 horas del día los sonidos y los paisajes naturales.
La infancia y la juventud actuales no tienen un punto de conexión con el entorno del que son dependientes, si no es a través de las granjas escuela, un sucedáneo que consumen unos días al año de forma individual. El resto de la naturaleza, la entienden, en el mejor de los casos, como ocio o como tiempo de vacaciones familiares… o, en su vertiente paisajística, como reclamo de destino que puede ser invadido por miles de turistas para atraparla en sus móviles, nunca reflejada como un entorno soporte para las comunidades humanas, animales y vegetales que la habitan.
Es necesario que nos planteemos, como sociedad, que nuestras generaciones no pueden perder el contacto con el ecosistema que habitan y del que son dependientes.
Debemos reivindicar sentir y vivir la naturaleza como parte vital del desarrollo personal de las nuevas generaciones, las actuales y las venideras, porque la vida en su diversidad y complejidad puede consumirse a través de una pantalla, pero no olerla, ni sentirla como para que se convierta en una de las mejores experiencias de tu infancia como lo fue para algunas los paseos con su tía Julia.
Araceli Benito de la Torre es Socióloga e Informática de profesión. Le apasiona la naturaleza y cree en la ecología política y en la egoecología -la necesidad de gestionar de forma más natural nuestro yo interior-. Por eso, imparte cursos de Inteligencia Emocional y Técnicas de Autoconocimiento. Disfruta aprendiendo de las y los demás y realizando cosas nuevas, por lo que considera que este espacio es una oportunidad para seguir disfrutando y creciendo.