Revista con la A

25 de julio de 2022
Número coordinado por:
Amarela Varela y Lucía Melgar
82

Migración, exilio y desplazamiento forzado

Jeanne Dielman, una mujer anónima

Maria Verchili

Maria Verchili

Cuando la directora belga Chantal Akerman estrenó en 1976 su película “Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles” nadie recordaba un tratamiento cinematográfico similar de una historia sobre una mujer anónima

Cuando la directora belga Chantal Akerman estrenó en 1976 su película “Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles” nadie recordaba un tratamiento cinematográfico similar de una historia sobre una mujer anónima, sencillamente porque nunca se había producido. Cuando el periódico norteamericano The New York Times calificó el film como “La primera obra maestra de lo femenino en la Historia del Cine”, no estaba más que poniendo palabras más o menos atinadas a una realidad, la de la innovación absoluta y radical en la forma y en el fondo que Akerman ensayó en este film, tras alguna prueba previa como “Je, tu il, elle” (1974). Ya contó la directora que cuando vio “Pierrot, le Fou”, la emblemática oda a la postmodernidad de Jean-Luc Godard, decidió que quería dedicarse a hacer películas.

La historia de Jeanne Dielman es para mí profundamente trascendente desde una óptica sociológica, cultural e histórica. Porque es la plasmación sin concesiones de la cotidianeidad rutinaria de una mujer que podríamos ser tú o yo, que podrían ser tantas mujeres anónimas, y que desde luego puede ser y es un fiel retrato de quien fue la gran inspiradora de la energía creativa sin paragón de Akerman, su madre Natalia -En “No home movie” (2015), el documental sobre la figura de su madre, que jamás sale de su apartamento de Bruselas, es inevitable rememorar las esencias de su obra cumbre-. Chantal filma las conversaciones con Natalia, ya muy mayor, sobre el amor y la vida, sobre su marido muerto, sobre sus padres judíos asesinados, y nos cuenta como su madre apenas es capaz de mencionar su traumática experiencia en un campo de exterminio nazi durante la Segunda Guerra Mundial-.

Jeanne, interpretada de manera absolutamente deslumbrante, inolvidable, por una actriz muy especial, comprometidamente adecuada para afrontar tal desafío, la maravillosa Delphine Seyrig, es una joven y hermosa viuda, que vive con su hijo adolescente. Para sobrevivir, mientras Sylvain está en el instituto, Jeanne se prostituye. Y así es como Akerman nos presenta a su excepcional y absolutamente protagónico personaje, recibiendo a un hombre -podemos imaginar que son unos cuantos habituales-, con una maquinal frialdad, en un ritual casi burocratizado, quizá también ilustrativo de una educación propia del norte de Europa, en el que le ayuda a quitarse el abrigo, y lo cuelga convenientemente alisado -y por cierto, milimétricamente calcado en sus movimientos y acciones, al que repite cada día con su hijo, lo cual no me parece en absoluto casual dentro del discurso de Akerman, es una manera de conducirse por motivos socio-culturales y educacionales-.

Un ejercicio de observación minuciosa de las tareas domésticas cotidianas. Espacios cerrados, claustrofóbicos, entre los que se ha construido y desarrollado el rol femenino socio-cultural, en contraposición a la esfera pública que es el reino absoluto de los hombres

Y así es como inaugura la utilización de un lenguaje narrativo, en la plasmación cinematográfica de la imagen y del tiempo, radicalmente aliado con su relato. Un ejercicio de observación minuciosa de las tareas domésticas cotidianas, en el que a partir de entonces veremos a Jeanne pelando unas patatas en la minúscula y precaria cocina, cocinándolas en una olla, empanando con paciencia la carne y friéndola, poniendo la mesa y quitándola, retirando los platos y fregándolos. De esta manera, además, la creadora se adentra inquisitivamente en la esfera íntima de su protagonista, en su abrumadoramente persistente esfera privada, simbólicamente atrapada en esos espacios cerrados, claustrofóbicos, premeditadamente encuadrados dentro la pantalla, entre los que se ha construido y desarrollado el rol femenino socio-cultural, en contraposición a la esfera pública que es el reino absoluto de los hombres.

Cada noche, en las tres noches de los tres días de la vida de Jeanne que Akerman nos enseña, cena con el único compañero de su vida, Sylvain, en otro ritual frío, distante, en el que todo el interés de la acción se centra en las necesidades y el bienestar del chaval. Sin embargo, cuando él le pregunta, es capaz de expresar sus frustraciones, de analizar sus motivaciones y decisiones vitales, como la elección de la pareja o el matrimonio, adecuados a las convenciones sociales y morales, que son presentados como una obligación ineludible para una mujer. Y también, cada vez, después de sus encuentros sexuales mercantilizados, la directora nos muestra a Jeanne en la intimidad de su bañera, frotando la esponja con intensidad sobre su piel, en la necesidad de borrar cualquier huella de ese acto de degradación personal al que se somete periódicamente para pagar las facturas.

El segundo día comienza exactamente igual que el anterior, hasta que, en su rutina diaria en la cocina, se quema la comida que estaba preparando. Y Jeanne se inquieta profundamente, mientras a su alrededor los sonidos se agudizan, los objetos chirrían exageradamente con el uso, y los portazos son sensiblemente más fuertes. Akerman utiliza todo ese acervo expresivo de sonido incidental para trasladarnos su tensión. Como consecuencia, dentro de esa cadena de producción que ejecuta a diario, el segundo plato también se retrasa. Jeanne ensaya un intento de justificación, que no palía su preocupación, y la acrecienta en nuestra percepción, mientras el chaval apenas se inmuta, no parece albergar ningún tipo de conexión emocional con su madre. Por la noche, atraviesa de nuevo esas cuatro paredes para acompañar a su hijo, que se lo recuerda, a un lugar indeterminado en la oscuridad de la noche, ya que la iluminación natural se convierte en un fundido casi a negro de lo que acontece.

Ya de vuelta en casa, recostado en su cama, Sylvain la increpa con comentarios y preguntas en torno a su sexualidad, que ella consigue eludir. Pero ante la cerrazón de su madre, el hijo traslada una alusión explícita a los celos que sentía de su padre, refiriéndose a la penetración sexual como “una espada que debe clavarse muy hondo”, y también a las pesadillas que fingía sufrir en la infancia para que su padre no pudiera completar esa freudiana agresión imaginada.

Percibimos el hastío, el agotamiento de Jeanne, en el proceso de limpiar los zapatos de su hijo

El tercer día, por la mañana casi de madrugada, la tensión se ha ido incrementando. Percibimos el hastío, el agotamiento de Jeanne, en el proceso de limpiar los zapatos de su hijo, que alcanza su cima en la acción de fregar los platos previamente utilizados por medio del murmullo deliberadamente atronador del agua brotando del grifo. La jornada continua mientras todos los elementos repetitivos de la vida ficcionada de la protagonista se agudizan, en un esfuerzo expresivo sin parangón por parte de Akerman, hasta la resolución final de su historia. En la mezcla y el amasado de la carne, en la degustación de un café con leche que parece en mal estado de conservación, o en el llanto inconsolable e insoportable del bebé de su vecina, que casi se podría percibir como un aullido de socorro y de desesperación de la propia Jeanne. Como también en el timbre que anuncia el regreso de la joven madre que vuelve a recoger a su hijo, igualmente desequilibrante, y respecto al que la actitud de Jeanne, que espera al tercer toque para atenderlo, genera desde nuestro conocimiento previo un desasosegante desconcierto que nos lleva a dudar de cuáles son sus intenciones. Sin duda la puesta en escena integral de Akerman, también en la utilización intensa del color monocromático en los espacios interiores, nos introduce en un juego de equívocos y de las sensaciones consecuentes, que alcanzan la misma esencia de la percepción del espectador.

A continuación, Jeanne se lanza a una búsqueda desesperada y contenida a la vez, del botón perdido del abrigo de Sylvain, que su hermana casada y acomodada le había enviado desde Canadá. De vuelta en casa, recibe nuevamente un regalo de su hermana. Después de conseguir cortar el cordel que lo envuelve con unas tijeras de la cocina, descubre un camisón que debe guardar inmediatamente ante el timbre que anuncia a uno de sus benefactores. Las tijeras las deja semi-escondidas sobre el aparador.

Por primera vez, Chantal Akerman nos permite el acceso visual a la habitación de Jeanne cuando está acompañada por un hombre. Después de desnudarse parcialmente frente al espejo, nos convertimos en testigos oculares de su realidad degradada. Está yaciendo en su cama con el hombre encima, comienza a ponerse nerviosa, e intenta desembarazarse de él, pero no lo consigue hasta que él queda inmóvil, presumiblemente porque ya ha eyaculado. Jeanne sonríe extrañamente, desatando una vez más una desconcertante desazón en el espectador. Se vuelve a vestir, mientras él la observa con condescendencia, reflejados ambos en el espejo, y contrapuestos a la foto de Jeanne con su difunto marido que preside la estancia. Y sin solución de continuidad, en un gesto imprevisible, muchas veces fantaseado, por ella y por sus compañeros de viaje cinematográfico, aterrador y liberador, le clava las tijeras en el corazón y él se queda desangrándose sobre la cama.

Como despedida, en el siguiente plano fijo. Jeanne está sentada en la mesa del comedor, con las manos ensangrentadas, mirando hacia ninguna parte, estremecida y probablemente asustada, en una contención expresiva de Delphine Seyrig profundamente sobrecogedora, y extraordinariamente ejecutada. Después de unos cuantos minutos, durante los que la directora lleva hasta sus últimas consecuencias su técnica narrativa, mientras esta mujer cierra y abre los ojos alternativamente, baja la cabeza, y finalmente vuelve a sonreír levemente, como aliviada, la pantalla se funde a negro. Y nosotras reconocemos, ya sin ningún género de dudas, que la película que acabamos de contemplar es el ejercicio de disección de la desigual condición femenina en un contexto socio-económico determinado del pasado -aunque evidentemente vigente- más brillante, radical, lúcida y emancipadora de la Historia del Cine.

 

REFERENCIA CURRICULAR

Maria Verchili Martí es feminista, madre, cinéfila, funcionaria de la Generalitat Valenciana, Licenciada en Derecho y Humanidades, y Master en Historia Contemporánea por la Universitat de València. Dejó inconclusa su tesis doctoral sobre las relaciones e implicaciones socioculturales del fenómeno de maquinismo por medio del análisis de discursos enmarcados en parte en productos de la cultura popular. Desde 2016 forma parte de la Unitat d’Igualtat de la Conselleria de Política Territorial, Obras Públicas y Movilidad.

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