Identidades profesionales en cuestión: los cuidados enfermeros
La enfermería es un área clave para el análisis de los estereotipos de género, porque es en ella donde la ideología del ser-para-otros se muestra con mayor contundencia
Como sabemos, la enfermería es la profesión dedicada cultural e históricamente a los cuidados y es todavía hoy una profesión altamente feminizada. Su identidad profesional, tal y como expresa Teresa Ortiz, forma parte de un proceso de construcción histórica que hace de las profesiones sanitarias profesiones sexuadas. Es decir, en las profesiones constituidas por colectivos de mujeres y de hombres se incorporan valores de género que conforman las prácticas sanitarias (Ortiz et al., 2004). Y es de las prácticas sanitarias enfermeras y de su consideración profesional y social de lo que quiero hablar en este breve espacio.
En estos últimos meses, he tenido dos experiencias distintas con servicios de salud por diferentes motivos y en contextos culturales diversos. La primera experiencia tuvo lugar en un hospital neuropsiquiátrico argentino y la segunda, en una sala de hospitalización de un hospital español. A pesar de tratarse de contextos tan diferentes, pero a fuerza de mirar durante años el rol enfermero, he vuelto a encontrar un valor constante, llamémosle “x”, una imagen congelada de una profesión cuidadora. La imagen que acompaña el primer recuerdo es la de dos enfermeras controlando mediante un monitor de televisión los exiguos movimientos de una mujer reducida por la medicación y el encierro en una celda de aislamiento, legitimando, en este gesto, una praxis psiquiátrica teóricamente superada pero gravemente atentatoria contra los derechos y la dignidad humana. La razón de este desempeño: la prescripción psiquiátrica ante el intento de fuga del hospital de esta mujer-madre cuyas criaturas han quedado al dudoso arbitrio de un marido alcohólico y agresivo con su familia. El segundo recuerdo lo protagoniza una enfermera que atraviesa casi doce horas de turno de trabajo hospitalario, literalmente pegada a un carro dispensador de tratamiento farmacológico. En ambos casos, enfermeras atadas literal o simbólicamente a un rol subalterno que, conscientes o no de ello, reproducen una identidad desempoderada de la que se nutren las y los futuros profesionales. Efectivamente, estoy de acuerdo con Marcela Lagarde (2011) cuando dice que la enfermería es un área clave para el análisis de los estereotipos de género, porque es en ella donde la ideología del ser-para-otros se muestra con mayor contundencia. Aun a mi pesar, y al de muchas otras colegas, es aquí donde las atribuciones enfermeras de una profesión altamente feminizada recogen los mandatos de género, los mandatos patriarcales representados en la profesión médica, reencontrándose a sí mismas en el desempeño sin pausa de tareas delegadas: vigilar a pacientes, administrar medicación u otras tantas.
Pero situemos estas imágenes en su contexto, a saber: las nuevas tendencias gerencialistas de los sistemas sanitarios y una relativamente nueva cultura profesional que denominamos de los diagnósticos enfermeros, ambas complementarias. Desde el Informe Abril de 1996, las nuevas tendencias sanitarias gerencialistas o economicistas están firmemente instaladas en nuestro país, fruto de un contexto de escasez de recursos propio de una economía globalizada. Por su parte, la apropiación (afortunadamente no mayoritaria, pero sí muy potente en la actualidad) de una nueva cultura profesional de cuidados, basada en la praxis de los denominados diagnósticos enfermeros, está presente en nuestro país desde los 80. Esta cultura, que nace como un movimiento de empoderamiento de las enfermeras americanas tras la Segunda Guerra Mundial (Powers, 2002), ha pretendido para sí -por referencia al modelo médico- una práctica y un reconocimiento profesional y social con arreglo a ella. Pero es necesario recordar que los diagnósticos enfermeros, si es que son algo, son un lenguaje, no son la profesión misma, no son su identidad. Un lenguaje estandarizado que se agrupa en torno a una taxonomía que sirve para situar a cada paciente en una categoría de enfermedad, sufrimiento o problema a partir del cual decidir, inmediatamente, qué tipo de intervenciones y resultados son esperables desde el punto de vista clínico, todo ello debidamente sistematizado o estandarizado. Desde luego, esta manera de proceder resulta tremendamente atractiva para una administración cuyo objetivo prioritario está en la reducción de los costes sanitarios, pero es una manera de proceder que olvida lo que los y las enfermeras sabemos hacer con «expertez», es decir, indagar en profundidad sobre la historia de vida y de salud de las personas que cuidamos para comprender sus dificultades actuales, ayudando o supliendo en la consecución de sus necesidades en un marco de relaciones interpersonales terapéuticas.
Como decimos, el discurso mayoritario (positivista) y las formas pedagógicas del modelo médico (el diagnóstico como herramienta de trabajo) han servido de base a la articulación de este modelo de diagnósticos enfermeros que trivializa la praxis enfermera, obviando el hecho de que éstos no constituyen una alternativa que empodere a la profesión enfermera (pues no nos confronta a los retos fundamentales), por más que potentes organizaciones profesionales de ámbito internacional, como la North American Nursing Diagnostic Association (NANDA), se empeñen en ello. El reconocimiento profesional y social de la enfermería está en otra parte, porque somos profesiones diferentes.
la enfermería ha de situarse por derecho propio como una cuestión política y de mujeres
Se argumenta que ambas profesiones persiguen el mismo objetivo y es cierto, si bien éste es altamente genérico: recuperar a las personas de su sufrimiento y, en el mejor de los casos, promover su salud. Pero creo que, en el plano profesional, existe una confusión esencial y generalizada entre perseguir el mismo objetivo y compartir la misma identidad profesional en una cultura, la del sistema sanitario, que ha adoptado la máxima por la cual la profesión enfermera es necesaria, pero es conveniente que su cometido sea altamente genérico, al modo del trabajo reproductivo. Se necesita, pero a la vez es sumamente comprometido, darle su lugar pues -no lo olvidemos- la enfermería constituye la mayor fuerza laboral del cuidado de la salud. Por tanto, estoy de acuerdo con Hellen Allan en que el valor de nuestra profesión no es lo vocacional -que emanaría teóricamente de nuestra condición natural como mujeres- sino que ha de situarse por derecho propio como una cuestión política (Allan et al., 2008), una cuestión política y de mujeres.
Este es el reto, pensar la profesión cuidadora sin referencias a, delimitar nuestro objetivo de trabajo desvinculándonos de relaciones simbióticas que constituyen un lastre para nuestra emergencia profesional, potente y diferenciada, que permita visibilizar la utilidad social de esta profesión, de ahí vendrá el reconocimiento. Este ejercicio es necesario por la profesión misma, una profesión que ocupan en su mayoría mujeres. Por tanto, este ejercicio es necesario en tanto que mujeres. Creo que tenemos la obligación como enfermeras de hacer repercutir nuestros aprendizajes (aprendizajes de dificultad, sin duda) en beneficio de una profesión grande sobre la que existe una infinita presión para simplificar y abaratar su desempeño mediante estos modelos de praxis simplistas y desempoderadores.
Pero, ¿cómo afrontar esta cultura de los cuidados heredera de claves decimonónicas en pleno siglo XXI? ¿Cómo encarar hoy una praxis enfermera -me refiero a la clínica fundamentalmente- que tiene como referente un modelo médico que naturaliza los mandatos de género como parte de su identidad? Una de las principales dificultades está en que la enfermería no ha comprendido, no hemos comprendido, el alcance del reto al que nos enfrentamos (Allan et al., 2008), un reto en clave global de desvincularnos de una tutela que ya -de hecho- no reconocemos, la tutela de una sociedad patriarcal en el contexto de una economía globalizada. En esta coyuntura, es posible sin embargo hacer esfuerzos parciales en una especie de carrera de fondo mientras creamos conciencia profesional de género. Por ello, es necesario una y mil veces recordar que la educación en igualdad entre hombres y mujeres es clave. Ésto, junto a la progresiva incorporación de los hombres al ejercicio clínico de la profesión -difícil en estos momentos-, supondría su implicación en el trabajo afectivo hasta ahora feminizado, en un esfuerzo por degenerizar la profesión (Federici, 2013). Asimismo, es necesario conocer y tomar conciencia de la importancia del género en la salud de hombres y mujeres, también entre hombres y mujeres enfermeras.
El empoderamiento de la profesión tiene una relación estrecha con esta toma de conciencia de las desigualdades de género, en especial de las mujeres enfermeras que son mayoría. Ser una profesión empoderada pasa por tener conciencia feminista del ejercicio profesional, lo que incluye creer y practicar la igualdad (Brandis 1998) en el propio contexto profesional. Se requieren esfuerzos desde todos los ámbitos: académico, clínico y de gestión; una estrecha y permanente reflexión en todos los espacios en que enfermeros y enfermeras ejercemos y aspiramos a una nueva y posible cultura de los cuidados.
REFERENCIA CURRICULAR:
María Hernández Padilla es enfermera, psicóloga y doctora en Psiquiatría Social. Es Profesora Titular de la Universidad de Jaén y desarrolla su línea de investigación en Salud, Género y Desarrollo Humano. Algunas de sus aportaciones recientes incluyen: Discursos sobre salud mental. Nuevas miradas a la realidad social de la atención psiquiátrica (CES-Diputación Provincial de Jaén, 2010) o capítulos de libro: Transversalidad de género en cooperación al desarrollo con África Subsahariana (Universidad de Jaén, 2012); Red de mujeres lideresas africanas y andaluzas en lucha contra la ablación en Mali (Universidad de Jaén, 2014) y Violencia de Género en contextos de encierro: la internación psiquiátrica (UNC-Argentina, 2014).
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS:
– Allan, Hellen; Tschudin, Verena & Horton, Kim (2008): The devaluation of Nursing: a position statement. Nursing Ethics, 15(4): 549-556.
– Brandis, Marion (1998): A feminist analysis of the theories of etiology of depression in women. Nursing Leadership Forum, 3: 18-23.
– Federici, Silvia (2013): Revolución en punto cero. Madrid, Traficantes de Sueños.
– Lagarde y de los Ríos, Marcela (2011): Los cautiverios de las mujeres. Madresposas, monjas, putas, presas y locas. Madrid. Horas y horas.
– Ortiz Gómez, Teresa; Birriel Salcedo, Johanna y Ortega del Olmo, Rosa (2004): Género, profesiones sanitarias y salud pública. Gaceta Sanitaria, 18 (1): 189-194.
– Powers, Penny (2002): A discourse analysis of nursing diagnosis. Qualitative Health Research, 12: 945-965.