Revista con la A

25 de diciembre de 2014
Número coordinado por:
Lucía Melgar
36

Desastres naturales y perspectiva de género

Hambre, deuda y soberanía alimentaria

Soraya González

Soraya González

Los bancos de alimentos se han extendido en los últimos años por todo el territorio español como respuesta al empobrecimiento de la población que han causado las políticas de austeridad dictadas por la Troika

Los martes y jueves de cada semana el banco de alimentos autogestionado de Tetuán (un barrio popular de la capital de España) suministra alimentos a 40 familias que acuden con sus carritos de la compra a recibir comida. Estas familias no llegan a fin de mes, muchas han sido desahuciadas o están a punto de serlo.

Los bancos de alimentos se han extendido en los últimos años por todo el territorio español como respuesta al empobrecimiento de la población que han causado las políticas de austeridad dictadas por la Troika (Banco Central Europeo, Comisión Europea y FMI). Desde 2008, más de dos millones de personas han pasado a situarse por debajo del umbral de pobreza en este país (una de cada tres personas en 2002). Los bancos autogestionados no son una respuesta de los servidos sociales del gobierno, tampoco se trata caridad; es la ciudadanía organizada en torno al principio de solidaridad y de justicia social. Estas luchas por el acceso a una alimentación digna han sido sintomáticas en los procesos de ajuste estructural que se han aplicado anteriormente en otras regiones: desde los comedores populares autogestionados en Perú durante los ochenta, a los huertos urbanos que multiplicaron su número en muchas ciudades africanas en la década de los noventa. Todas tienen un denominador común: la alta presencia de mujeres. Y eso nos indica que en la mayoría de los hogares, en el norte y en el sur, en la ciudad y en el campo, las mujeres siguen siendo las responsables de lo que se come.

Las políticas de austeridad que hoy vivimos en nuestras carnes los llamados países PIGS (España, Italia, Grecia, Irlanda y Portugal), ahogados por una crisis de la deuda, ya se dieron en los 80 y 90 en países del Sur, aunque entonces se denominaron “de ajuste estructural”. El resultado es el mismo: empobrecimiento de la población, encarecimiento de productos básicos y pérdida de soberanía por parte de la población de lo que come y produce. Entonces, los organismos internacionales (OMC, BM, FMI) condicionaron el pago de la deuda externa a que los gobiernos practicasen recortes sociales y desregulasen los mercados de servicios básicos (pensiones, educación, agua…) para preparar así la entrada de la inversión extranjera. Esto tuvo un impacto directo en el sector agrario y en la alimentación: se retiraron las subvenciones a productos de primera necesidad, como arroz, leche, pan o azúcar, y supuso la entrada de productos subvencionados de países industrializados donde la agricultura sí estaba protegida. Generó una competencia desleal e injusta, conocida como dumping, que forzó al pequeño campesinado a vender por debajo de los costes de producción. Endeudarse para poder competir o dejar el campo son los destinos del pequeño campesinado también en el sur de Europa.

¿Qué es inaceptable?

Según datos de la ONU de 2013, 870 millones de personas (una de cada ocho) pasan hambre, y esto -dice este organismo- es “inaceptablemente alto”. Pero, ¿qué es inaceptable?:

Que hoy se siga hablando de inseguridad alimentaria y de mejorar la productividad del sistema agroalimentario cuando aproximadamente 6.700 millones de personas que habitan en la Tierra disponen de un 15% más de alimentos per cápita que los 4.000 millones de personas que existían hace 20 años. Que 1.300 millones de toneladas de alimentos se tiren a la basura o de pudran en el campo anualmente (según datos de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación -FAO-). Que la comida pueda cotizar en bolsa porque los inversores han visto que la agricultura es un nicho de negocio más seguro que la especulación bursátil, especialmente tras la crisis financiera de 2008. Es inaceptable que se patente la vida y se criminalice el intercambio libre de semillas entre el campesinado, una práctica clave para conservar la biodiversidad y en la que las mujeres han sido las primeras guardianas. O que las autoridades municipales precintaran en abril, y sin explicaciones, el almacén del banco de alimentos de Tetuán, sin dar tiempo para retirar los alimentos y dejando a las familias sin el único sustento que tenían.

En medio de estas aberraciones de un modelo agroalimentario, hablar de soberanía alimentaria cobra más potencia que nunca

En medio de estas aberraciones de un modelo agroalimentario, donde además tendríamos que hablar de los impactos ambientales, hablar de soberanía alimentaria cobra más potencia que nunca. El movimiento internacional Vía Campesina consiguió colar este concepto en la agenda pública internacional en la Cumbre Mundial de la FAO (Roma, 1996). Tenían claro que el hambre no es un problema de escasez de alimentos y baja productividad, sino de acceso y distribución, de empobrecimiento de las mayorías y de desigualdad. Su objetivo es eliminar el hambre pero también favorecer una alimentación de calidad y sostenible ambientalmente, algo que no se consigue ni con revoluciones verdes, ni con la ayuda humanitaria.

La soberanía alimentaria no es sólo un concepto, es un movimiento internacional que traspasa fronteras y que ha conseguido aglutinar a campesinos y campesinas, pequeños y medianos productores, mujeres rurales, indígenas, gente sin tierra, gente desahuciada, jóvenes neo-rurales y muchas personas indignadas que apuestan por un consumo responsable.

Su potencia también radica en que propone y construye alternativas a diferentes escalas: además de tratar de incidir en los tratados de libre comercio, el movimiento por la soberanía alimentaria ha ido tejiendo un circuito de producción y consumo alternativo conformado por diversas redes de consumo. En España, cada vez son más los productores y consumidores que se organizan para posibilitar una agricultura local que reduzca el kilometraje de los alimentos, sin agrotóxicos y con condiciones de trabajo dignas. También funcionan, desde décadas, redes internacionales de comercio justo que ponen en contacto a productores del Sur con las personas que consumen en el Norte.

Este archipiélago de alternativas por la soberanía alimentaria está generando un nuevo paradigma ético y económico donde la comida es un derecho humano y no una mercancía.

REFERENCIA CURRICULAR

Soraya González Guerrero es socia fundadora de la Cooperativa Pandora Mirabilia y una de las tutoras del curso on line de Introducción al Ecofeminismo de Ecologistas en Acción. También forma parte del colectivo editor del Periódico Diagonal.

 

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