Esa violencia que no ves. Manifestaciones político-artísticas contra la violencia institucional
La persistencia y expansión de la violencia de género no se debe sólo al machismo y a la socialización en masculinidades tóxicas, sino que también está enraizado en un sistema de instituciones, en un régimen político y económico que no sólo tolera sino fomenta la violencia contra las mujeres y las niñas
La múltiple y masiva recreación de la denuncia artística (performance) del colectivo feminista chileno Las Tesis se ha interpretado, y con razón, como efecto de la omnipresencia de la violación en el mundo. Mujeres de México, Estados Unidos, Brasil, Francia, España, la India, Turquía, por sólo nombrar unos cuantos, diversos, países, se han apropiado de la letra, el ritmo y el baile, modificando en poco su versión original pues, a fin de cuentas, en cada uno de ellos y otros muchos, miles o millones de mujeres han sido acosadas y violadas, en muchos casos con la mayor impunidad. Éste es, sin duda, un grito contra la violencia sexual y la violación en particular.
Al mismo tiempo, el violador o a quien se apunta no es sólo un individuo o un conjunto de agresores comunes, ese “tú” o “vosotros” en quien podemos personalizar la agresión vivida o atestiguada. El “patriarcado” es desde el inicio el principal objeto de crítica de Las Tesis; sus instituciones se enuncian a lo largo del canto-grito-denuncia. Si en México, España o Chile apuntamos hacia el “Estado”, “los jueces”, “los pacos” o “policías”, “el presidente”, además de la iglesia y otras instituciones, es precisamente porque sabemos, como las autoras del texto, que la persistencia y expansión de la violencia de género no se debe sólo al machismo y a la socialización en masculinidades tóxicas dentro de un sistema socioeconómico plagado de desigualdades, sino que también está enraizado en un sistema de instituciones, en un régimen político y económico que no sólo tolera sino fomenta la violencia contra las mujeres y las niñas y la reproduce por acciones y omisiones que constituyen lo que en este número y en el anterior llamamos violencia institucional.
La violencia institucional es en mucho esa “violencia que no ves”. Esa violencia oculta que la denuncia ayuda a visibilizar, más cuando ésta surge precisamente en un contexto de brutal represión estatal contra una sociedad que rechaza mantener la desigualdad y que persiste en su lucha, aun cuando salir a las calles implique ser rociado con agua con ácido, recibir perdigones en la cara y perder un ojo o ambos, o ser arrestada, violada y torturada. Estas prácticas, que a muchas recuerdan las tácticas dictatoriales bajo el régimen de Pinochet, son formas extremas de violencia estatal, modos en que el Estado impone el terror con el fin de paralizar y desmovilizar a la población.
La violencia institucional es en mucho esa “violencia que no ves”. Esa violencia oculta que la denuncia ayuda a visibilizar
Esa violencia institucional de género, que no se ve hasta que se le pone nombre o se examinan las leyes y procedimientos judiciales con lentes de género o feministas, es una violencia invisibilizada por la naturalización de las desigualdades, del discurso excluyente que pone al sujeto masculino como referente de leyes y normas; del concepto de igualdad que borra las necesidades específicas de las mujeres y niñas ya sea en el ámbito del derecho, la educación o la salud.
En México, como en otros países latinoamericanos, la violencia institucional se manifiesta día a día en la impunidad de los delitos contra las mujeres y niñas, en la interpretación de las leyes en beneficio de los agresores, como fue el caso del autor intelectual del asesinato de Abril Sagaón, a quien éste intentó matar un año atrás y fue dejado en libertad por un juez que determinó que sólo había “lesiones”, no intento de feminicidio, cuando él le había pegado con un bate mientras ella dormía. Está presente también en los comentarios de jueces y juezas que determinan lo que es una “buena” o “mala” madre en pleitos por custodia, y en la omisión consuetudinaria de funcionarios/as de todo tipo que cierran los ojos ante las redes de trata o son sus cómplices activos o pasivos. Se reproduce también en el personal de salud que, de pronto, se vuelve “objetor” de conciencia en el hospital público pero no lo es en su práctica privada; en las enfermeras que acusan de “maldad” a las jóvenes o niñas que llegan sangrando a causa de un aborto clandestino, como aquélla que le exigió a Patricia en Veracruz que besara al producto y lo llevara a enterrar porque “ni una perra” se deshace de “su criatura”, aun cuando se trataba de un aborto espontáneo y la responsabilidad última de éste recaía en el hospital que ni siquiera supo distinguir entre embarazo y gastritis.
Contra éstas y muchas otras formas de violencia institucional, y sobre todo contra la negligencia, indiferencia y colusión de autoridades que han favorecido la impunidad del feminicidio desde los años 90 en México, han surgido, además del reciente acto público de Las Tesis, formas de protesta por parte de colectivos de familiares de víctimas que incorporan expresiones artísticas, en un lenguaje que resulta entendible en contextos muy distintos en la medida en que apela a sentimientos semejantes de dolor, indignación o rabia, y sobre todo a la necesidad de preservar la memoria y de luchar contra el olvido y contra esa impunidad que impide restaurar la justicia o reparar el daño, porque permite que todo quede “como si nada hubiera sucedido”.
De las protestas contra el feminicidio en Ciudad Juárez y su impunidad, se recuerdan sobre todo las cruces rosas que desde el norte del país han pasado a otras zonas también azotadas por este crimen, como el Estado de México. Ahí, por ejemplo, hay colectivas de madres o feministas jóvenes que plantan cruces tanto en los sitios donde se encontraron cuerpos de chicas asesinadas, como delante de alcaldías para señalar la apatía de quienes deberían garantizar la seguridad y preocuparse por el cumplimiento de la ley. Tanto en Chihuahua como en el Estado de México, también han surgido murales que buscan recuperar la memoria de las víctimas, representándolas con vida y color, de modo que su imagen pública irradie dignidad y no queden sólo como una cifra anónima, ni sólo como otro cuerpo hallado en un baldío y cosificado en una foto de nota roja.
A raíz de las marchas del Movimiento por la Paz de 2012, contra la militarización y sangría provocadas por la inútil “guerra contra las drogas” en México, colectivos de mujeres crearon Bordados por la paz, pañuelos en que se borda la breve historia de alguna persona desaparecida o asesinada, de alguna niña o mujer asesinada, con su nombre, si se sabe, o sin él pero con la intención de reivindicarla como persona si no se sabe. Estos pañuelos expuestos o unidos en paneles, que acompañan las marchas de protesta contra la violencia y de exigencia de justicia, denuncian año con año los crímenes que acabaron con las víctimas y dañan a sus familias y comunidades. De manera implícita apuntan también al Estado, los policías, los jueces, las fuerzas armadas, que participan en éstos por acción u omisión, en un país con más de 60.000 personas desaparecidas (muchas de ellas por desaparición forzada).
La instalación “zapatos rojos”, también usada en diversos países por artistas o grupos feministas, es otro medio artístico y colectivo de denunciar la violencia institucional que da lugar a la ausencia de miles y miles de mujeres. A esa ausencia, actualizada en cientos de zapatos vacíos, corresponde en efecto la negligencia y omisión del Estado que elude sus obligaciones nacionales e internacionales hacia las mujeres en todos los sentidos, en particular en cuanto a garantizar su vida, su seguridad y su libertad. Recordemos que en la histórica sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (2009) sobre el caso “Campo algodonero”-un feminicidio múltiple en 2001-, ésta explicitó la responsabilidad del Estado mexicano ante el feminicidio, dado que desde los años 90 sabía del grave riesgo que corrían mujeres y niñas, y no tomó las medidas necesarias para impedir que siguiera ocurriendo. Así como la CoIDH establece que negligencia es responsabilidad, así los zapatos sin dueña nos recuerdan la (voluntaria) ausencia del Estado, su criminal indiferencia ante las mujeres.
El arte, sus manifestaciones individuales o colectivas, no cierra la herida ni atenúa el dolor; permite, sin embargo, multiplicar el eco del reclamo contra Estados omisos, negligentes y, con tozudez infinita, hostiles a las mujeres y las niñas. Gracias a éstas y otras manifestaciones artísticas, podemos desde el feminismo y la lucidez crítica unir nuestras voces, manos y cuerpos para denunciar a todos los vientos “esa violencia que ya ves”, decir “¡basta!” y saber que no estamos solas ni locas, que la violencia institucional existe y daña.
REFERENCIA CURRICULAR
Lucía Melgar es crítica cultural y coordinadora para América Latina de con la A.