Revista con la A

25 de noviembre de 2020
Número coordinado por:
Lucía Melgar y Alicia Gil
72

La pandemia de las violencias contra las mujeres

Cristina Grande

Cristina Grande

Cristina Grande

Jacarandas

No hice fotos en Buenos Aires. Ni siquiera llevé mi pequeña Leica, aun sabiendo que luego me arrepentiría. Lo más seguro es que no quería ver -y tampoco querría ver más adelante, en un futuro que intuía trufado de venenosos recuerdos- que yo no era tan desgraciada como creía ser. Para dar el salto que tenía que dar, me estorbaban los álbumes y sus nostalgias.

Antes del viaje, por llevarme la contraria, había estado viendo fotos de mi tío Sixto, hermano de mi abuela, que había vivido en Argentina toda su juventud (treinta años exactamente) y después había regresado a España y había vivido cuarenta años más con sus dos hermanas pequeñas.

Era noviembre. No sé qué día de noviembre. Llegué a plena luz del día. Desde el taxi vi que había muchos árboles en flor. La ventana del hotel daba sobre una calle céntrica y ruidosa y al final de la calle se veía una plaza arbolada. El suelo de la plaza estaba cubierto por diminutas flores de color lila, caídas de esos majestuosos árboles que venían acompañándonos desde el aeropuerto. El taxista no supo decirme el nombre de los árboles. El recepcionista del hotel tampoco.

La luna estaba en cuarto creciente. Imposible, me dije. Estaba segura de que la noche anterior, en Madrid, la luna estaba menguante. ¡Qué fenómeno, che!, me dije imitando a mi tío Sixto, que nunca perdió su acento argentino. Poco sabíamos en mi familia de la vida de mi tío, de qué había vivido en Buenos Aires, y en el Mar del Plata después, por qué no se había casado, por qué había regresado, sin un duro, a los cuarenta y siete años de edad, a una casa donde nadie lo quería mucho, donde nunca hubo un hueco para él.

En mi agenda llevaba el número de teléfono de Gaspar, tío de mi primo hermano Alfredo. Gaspar tenía más de noventa años y nada de acento argentino. Había sido amigo de mi tío Sixto, a quien conoció en el Centro Aragonés en los años cuarenta y con quien compartía la amistad de otra altoaragonesa, Hortensia, que era farmacéutica y había llegado a Argentina con sus padres siendo una adolescente. Al parecer, los padres de Hortensia no permitieron a su hija casarse con mi tío Sixto y, a sus casi noventa años, seguía soltera y ejerciendo de farmacéutica.

Durante la comida en casa de Gaspar, Hortensia me dio la dirección de una perfumería en la que mi tío había trabajado durante unos años. Se llamaba “Obsesión” la perfumería. Tanto Gaspar como Hortensia parecían veinte años más jóvenes. La mujer de Gaspar, que también parecía extrañamente joven y se parecía a Ana Mª Matute, me dijo, así, de repente: “Se nota que no estás bien”. Sin embargo, yo me sentía feliz escuchando las historias de la guerra de Gaspar, observando a Hortensia cada vez que se nombraba a mi tío Sixto, imaginando todo aquello que no me querían contar mientras me enseñaban los escudos de Aragón y de Huesca que colgaban por toda la casa, y lamenté no llevar mi cámara conmigo, o mejor aún una cámara de vídeo en la que atesorar esos recuerdos de replicantes que se perderían “como lágrimas en la lluvia”. La mujer de Gaspar había nacido en Ávila pero era bonaerense hasta el útero. Adiviné en sus gestos cierta conmiseración y aburrimiento, y en sus ojos oscuros, clavados en mí, la certeza de que también ella adivinaba cosas.

Iba buscando “Obsesión”, la sedería, o corsetería o perfumería o lo que fuese, en la que había trabajado mi tío, y por el camino encontré una librería fascinante en lo que era un antiguo teatro. Sobre las tablas del escenario habían instalado un pequeño café con cómodos sillones. Desde allí contemplaba las estanterías de libros y el ir y venir de la gente por lo que había sido el patio de butacas. Me sentí como al otro lado del espejo. Me pregunté si entre el público, cuarenta o cincuenta años antes, mi tío habría aplaudido alguna representación. No sé si su economía le habría permitido una cierta vida frívola. Él siempre quiso aparentar que sí, que la vida le iba bien. De vez en cuando enviaba al pueblo un retrato de fotógrafo profesional y en cada uno de ellos aparece bien trajeado y en actitud de galán cinematográfico. También enviaba, enrolladas y con una faja alrededor (según recuerda mi madre), revistas de agricultura y Selecciones del Reader Digest. Las revistas llegaban sin ninguna letra suya, con mayor frecuencia que sus cartas, las cuales mi bisabuela llevaba en el bolsillo de su mandil manoseadas y desgastadas de tanto leerlas, meses y meses, hasta que llegaba otra. No la volvió a ver con vida, a su madre, que murió cuando él ya había decidido regresar. Y todo lo que ocurre en ese periodo que va entre la toma de una decisión y su más o menos retardada ejecución es como si no nos perteneciera, como si ocurriese sobre un escenario.

Al morir Sixto, cuando ya tenía ochenta y muchos años, nos dejó un dinerillo a cada uno de sus sobrinos nietos (seis en total). Con esa discreta cantidad me compré la pequeña cámara Leica. Mi madre insistió mucho para que comprásemos algo que con el paso del tiempo nos recordase a él. También heredamos unas cuantas cajas con fotografías, de cuyo desorden se podía deducir que a mi tío siempre le gustó fotografiarse y fotografiar chicas en bikini en alguna playa del Mediterráneo.

Al salir de la librería del teatro, vi un libro de gran formato en una estantería cercana al escaparate. En la portada de ese libro, de fotografías bonitas de Buenos Aires, estaban los árboles en flor que cuyo nombre andaba buscando. El nombre, sin embargo, lo encontré un poco más tarde, en un quiosco de prensa. De entre las postales para turistas, compré una que no pensaba enviar. En su reverso ponía “Jacarandas en flor en el campo de Palermo”. 

 

REFERENCIA CURRICULAR

Cristina Grande (Lanaja, 1962). Pasó su infanca en Haro (La Rioja). Licenciada en Filología Inglesa por la Universidad de Zaragoza. Autora de los libros de relatos La novia parapente, Dirección noche, con el que fue finalista del Premio Setenil en 2006, y Tejidos y novedades. Fue nombrada Nuevo Talento Fnac por su novela Naturaleza infiel. Vive en Zaragoza. Agua quieta, Lo breve, Flores de calabaza y Nieblas altas reúnen selecciones de sus columnas publicadas en Heraldo de Aragón, donde colabora semanalmente desde 2002.

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