Revista con la A

25 de julio de 2022
Número coordinado por:
Amarela Varela y Lucía Melgar
82

Migración, exilio y desplazamiento forzado

¿Cómo nombrar a aquellas que migran?: lo que el conflicto nos permite pensar [1]

Yatzil A. Narváez

Yatzil A. Narváez

Muchas son las preguntas que han brotado a raíz de las observaciones e interlocuciones que he podido establecer con las personas en movilidad, en el marco de mi trabajo de investigación

El texto que presento a continuación esboza dos argumentos: el primero tiene que ver con la instauración del conflicto como producto de la subjetividad migrante y el segundo versa en torno a los marcos de representabilidad y recognoscibilidad, particularmente sobre y desde las mujeres migrantes.

Muchas son las preguntas que han brotado a raíz de las observaciones e interlocuciones que he podido establecer con las personas en movilidad, en el marco de mi trabajo de investigación actual. Una de las que ha concentrado gran parte de mi atención gira en torno al abordaje teórico-metodológico, pero también ético y político, de aquello que podemos reconocer como la dimensión política de las personas migrantes. Para ser más precisa, tiene que ver con el conflicto que establecen estas personas frente a las condiciones políticas y económicas que de alguna manera limitan las posibilidades que tienen de forjarse una vida digna: ¿qué formas puede adoptar este conflicto?, ¿cuáles son los tonos que tiñen las prácticas que le constituyen?, ¿en qué sentido su instauración prefigura otra realidad posible?, pero especialmente: ¿de qué manera son reconocidas e interpeladas las subjetividades de las mujeres que transgreden las fronteras? Para concretar mi interés reflexivo, me he situado en el espacio comprendido por la región transfronteriza entre México y Guatemala, y he decidido trabajar con personas migrantes centroamericanas en tránsito por México; el periodo del análisis abarca de 2001 a 2021.

Recupero la noción del conflicto como un producto de la desobediencia migratoria y la imaginación política que le acompaña

Es importante apuntar que recupero la noción del conflicto, no como una premisa teórica o metodológica, sino como un producto de la desobediencia migratoria y la imaginación política que le acompaña. En otras palabras, mi énfasis en esta idea, que abreva del filósofo Jacques Rancière (1996), no supone la existencia de un conflicto como punto de partida de las investigaciones o reflexiones consecuentes -un conflicto económico, por ejemplo, que propiciaría desigualdad estratificada-, por el contrario, la propuesta insiste en atender la producción del conflicto como un proceso que sólo existe en la medida en que quienes están supeditados a él  -para este trabajo serían las mujeres migrantes- proponen otras maneras de organizarse, moverse, hablar o significar. En este sentido, el conflicto no sería asimilable a las condiciones de violencia estructural e institucional que, en nuestro caso, enmarcan las movilidades humanas, así como tampoco las prácticas migratorias supondrían el único contenido del conflicto; sería el desacuerdo de las subalternidades respecto a las condiciones violentas que les constriñen el pasaje que detonaría el conflicto como producto y como proceso de ese desacuerdo.

Para el caso que nos convoca, debemos saber que Centroamérica es un estrecho territorial que ha resistido innumerables vejaciones a lo largo de su historia. Sólo en este siglo, su población ha tenido que hacer frente a la continua inestabilidad gubernamental, a la precariedad de la seguridad social, al incremento de la violencia directa y a los efectos del cambio climático, simultáneamente. No son menores las causas que inducen a las personas a ponerse en marcha, a migrar, lejos de tanto abatimiento. Si a ellas sumamos los múltiples dispositivos de securitización en las fronteras entre Honduras y Estados Unidos, o las amenazas, el racismo y la hostilidad concomitantemente dirigidas a las personas caminantes, podríamos suponer razones suficientes de lo que ha sido clasificado como migración irregular, pero ¿es esta comprensión fiel a las realidades migrantes?

Una de las revelaciones teórico-éticas más significativas, de esta investigación en curso, reside en la comprensión de que así como las condiciones histórico-estructurales pretenden modelar las subjetividades que han de ser reguladas, son las propias subalternidades quienes, en tono de desafío, inciden en la desestructuración de aquello que las constriñe, instaurando de ese modo un conflicto con el orden establecido, una desidentificación del propio cuerpo en relación a ese orden y una disputa por la interpretación y los significados que narran sus circunstancias.

Esta reflexión, que me permite desembocar en el segundo argumento que he propuesto, sería imposible lejos del corpus feminista, pues poner en duda los conceptos o categorías con los que solemos nombrar -y, de ese modo, definir, acotar ¡e, incluso, prefigurar!- la realidad, es un ejercicio que brota de la reflexión situada y la conciencia de inacabamiento de los propios cuerpos, ideas ampliamente nutridas por las discusiones críticas a los modos ortodoxos de producción del conocimiento.

Tomar el conflicto y el feminismo como procesos me ha alentado a amplificar los marcos interpretativos con los que hago inteligible la realidad

Tomar el conflicto y el feminismo como procesos me ha alentado a amplificar los marcos interpretativos con los que hago inteligible la realidad, porque parte del reconocimiento de la dimensión política de las subalternidades para poder comprender los motivos, formas y narrativas que, finalmente, propician el desacuerdo. En otras palabras, estas miradas representan un desafío no sólo teórico, sino ético y metodológico, que nos invita a preguntarnos hasta dónde alcanzamos a mirar, exigen dar cuenta de nuestros sesgos interpretativos y resolver la forma en la que los trasladamos a nuestras conversaciones con las personas migrantes, con el propósito de ahondar en sus propias narrativas y en los significados de los que dotan sus prácticas. En este tenor, insisto en el presupuesto ético que apuesta por mirarnos de otro modo y mantenernos atentas a la respuesta que nuestras interlocutoras brindan a la pregunta: ¿quién estás siendo?

Así pues, las personas que son identificadas como migrantes son, ciertamente, desobedientes del régimen global de fronteras, también podrían aspirar a la figura de refugiadas o, tal vez, al asilo político, pero también podríamos percibirlas como sobrevivientes, ¿qué palabra utilizamos para nombrar a aquellas que se fugan de la muerte? Estas mujeres, seguramente, también son hijas, hermanas o madres, y cuando logren cruzar la frontera se convertirán en proveedoras, hijas distantes o madres transnacionales; facetas todas que ameritan ser nombradas y, entonces, reconocidas. En este sentido, me pregunto si conviene sugerir el vínculo migrante-peregrina o migrante-viajera o migrante-caminante, para la gente que se mueve más allá de las fronteras. Si las percibimos como peregrinas, cuyos miedos y deseos viajan con su chuyma [2], ¿qué prácticas aparecerían como lógicamente consecuentes? ¿la hospitalidad estaría permitida?, ¿sería respetada la posibilidad de permanecer?

Este diálogo necesario exige, ineludiblemente, una disposición especial del cuerpo que escucha. Apela a una especie de «escucha a contrapelo» que atienda aquello que, incluso cuando es audible, hasta ahora parece ser sólo ruido; implica, como sugería, una afrenta metodológica, la cual permitiría darnos cuenta de los límites, sesgos e incompletitudes de nuestros marcos de interpretación: ¿cómo escuchamos?, ¿qué es lo que hasta ahora alcanzamos a ver?, ¿cuáles son las preguntas que aún nos hacen falta para comprender?, así como también insistiría en la presencia que acuerpa el conflicto: ¿en qué parte del cuerpo se resguardó la nostalgia?, ¿estás de acuerdo con tal o cual identificación?, ¿cómo te nombrarías?, ¿cómo lidiaste con el miedo?, ¿cómo te hiciste fuerte?

Como quizá se sugiere a lo largo de este texto, los alcances, hallazgos y conocimientos que pudiesen producirse a partir de la reflexión en torno al conflicto, de la mano del nutritivo andamiaje feminista, sólo pueden hacerse en común; esto es, han de ser un resultado de la co-teorización con las personas migrantes, un producto reflexivo enraizado en el diálogo que, como los flujos migratorios, propone su propio ritmo, abraza sus silencios subrepticios y estalla cuando es preciso.

NOTAS

[1] Quisiese manifestar un sincero agradecimiento por la oportunidad de urdimbre que la red de notables investigadoras que coordinan esta publicación me ha lanzado; deseo expresarlo puntualmente porque es esa red que insiste, alienta y confía la que sostiene los que podrían ser pasos más trémulos frente a un sendero desafiante. Caminar junto a otras le brinda firmeza a cualquier trayecto, sea este académico o migratorio.

[2] Esta es una palabra en aimara que, siguiendo a Silvia Rivera Cusicanqui (2018), significa entrañas, y comprende los pulmones, el corazón y el hígado. En nahuatl podemos referirnos al elli en un sentido fisiológico muy parecido.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Rancière, Jacques (1996) “La distorsión: Política y policía” El desacuerdo. Política y filosofía. pp. 35-60

Rivera, Silvia (2018) Un mundo ch’ixi es posible. Ensayos desde un presente en crisis, BsAs, Tinta Limón.

 

REFERENCIA CURRICULAR

Yatzil Narváez es amante de las palabras y del pensamiento. Es Geógrafa, por la Universidad Nacional Autónoma de México y Doctorante en Estudios del Desarrollo Problemas y Perspectivas Latinoamericanas, en el Instituto Mora. En la actualidad, se aboca a descubrir la relación entre la palabra subrepticia y la escucha a contrapelo. De oficio, es maestra. 

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