Arantxa Esteban López
Habitación verde pastel
Llegué al edificio con prisa sintiendo que llegaba tarde, a pesar de que cada vez salía más temprano y de que ya no me esperaba nadie. Cuando entré me empujó su olor característico y al que no lograba habituarme. Tenía curiosidad por aquel mundo paralelo al mío, lleno de calles y de gente, donde se tuteaban la esperanza y la tragedia humana, la vida y la muerte.Nunca hasta entonces había pasado de la entrada, algo que no sabría explicar me impedía avanzar más allá de la sala de espera, por más que mis piernas, mis brazos y mi pelo se dirigiesen hacia delante, por más que alguien muy querido me necesitara allí adentro.
Pero ese día conseguí, al fin, llegar hasta la zona de ascensores. Apreté el botón y esperé sin pensarlo a que pasaran uno, dos, tres turnos, hasta que decidí subir. No sabía si levantar la mirada o mantenerla baja. Temía ver el padecimiento en las caras o la piel mortecina de los que se mimetizan con sus enfermos, o que me contaran que un drama por grande que sea, siempre puede ser superado por otro mayor, o que la vida justificaba cualquier tipo de tortura, o que me increparan por ser la persona más insolidaria de este mundo. No deseaba hablar ni que me hablaran.
El ascensor metálico llegó a un piso superior y mis zapatos siguieron como autómatas a la mayoría, hasta que se dispersaron en el terrazo beige y gris. Liberada de mirar a los ojos de los otros, deambulé sin sentido por los largos corredores del hospital. Estaban iluminados por tubos fluorescentes y por doquier había jofainas y bandejas con viandas. La mayor parte de las puertas permanecían abiertas por lo que se veía, sin pudor, a los pacientes con su sufrimiento. Algunos yacían en camas de brasas o arropados con sábanas de ortigas o entre almohadones de erizos de mar. Y encima de una persona con corazón de roble y extremidades en huelga indefinida, se hallaba un alma doliente suspendida en el aire.
De las puertas cerradas escapaban rayos eléctricos azules, o se oía chirriar el metal contra el marfil de los dientes. Tras la puerta entreabierta, un enfermo se vengaba de su enfermedad con un cuidador cada vez más exhausto, y al lado, un hombre arrugado sufría cuando venían a visitarlo porque jamás conversaban con él o, si lo hacían, le hablaban como a un niño pequeño, con una piedad mal entendida. En la siguiente habitación manteaban a alguien roto, escenificando sin delicadeza un cuadro de Goya. Había pupilas que bailaban entre aguas estancas, gargantas ahogadas por palabras incapaces de salir al exterior. Electricidad en el pasillo que me sacudía en mi recorrido por la planta verde pastel.
Estaba aturullada e iba tropezando con personas encorvadas en forma de cuatro. En la mirada se les dibujaba el signo de infinito. Creo que eran los acompañantes que se habían trasladado a vivir allí, verdaderos expertos en los tejemanejes de la enfermería y en dormir con los ojos abiertos como platos de postre.
Con impotencia forcejeaba la manivela de la ventana que no funcionaba. Mi mente, sin el aire necesario, rememoraba las torturas de la Santa Inquisición. Seguro que para los que fueran absueltos valía la pena ese padecimiento, pero ¿y para los otros? Esos condenados a la muerte lenta e inevitable de la gota que, incansablemente, caía sobre sus cabezas. Parecía tan surrealista ese mundo de incendios fortuitos, de plagas caprichosas, de tormentas, las más violentas de la tierra.
Me habían contado de habitaciones que en lugar de verde pastel estaban pintadas de verde esperanza, sin duda yo me encontraba en la planta equivocada.
Seguía mi paseo por el corazón del valle de lágrimas cuando oí quejarse a una anciana, faltaban todavía dos horas para despegarla del sillón de escay. –Todo a su tiempo –le habían dicho–, no hay suficiente personal los días de fiesta.
No existían calmantes para el que sobrevivía con las uñas de gato haciéndole jirones la piel. No había consuelo posible para el que se enfrentaba a los tigres y leones en el circo romano. No había clemencia para aquella mujer a la que se le cayó la lengua y vivía sin cuerpo. ¡Quién fuera perro para despertar compasión en lugar de hipocresía!
Sentía espeluznos, fui al cuarto de baño, el espejo me devolvió una mirada con signo de infinito y una piel mortecina. Era hora de marcharme. No sabía con exactitud el tiempo que llevaba allí dentro pero sí que era demasiado. Tenía miedo de que me quisieran retener o de que la puerta se atascara, sin embargo lo que sin duda me oprimía, era la certeza de que, algún día, yo sería ciudadana de ese mundo.
Numerosas veces había repetido –¡Dios mío ayúdales, ayúdanos!– Mi educación cristiana me incitaba a construir esa frase, si bien al toparme con la capilla, me invadió el aliento gélido de un congelador con la puerta abierta. Entretanto la planta ardía. Estaba segura de que el resplandor se vería desde el mundo exterior.
Me pregunté la razón por la que volvía una y otra vez si nunca había visitado a mi padre enfermo y solo ahora que había muerto me había atrevido a subir a la planta. No tenía respuestas.
Subí a la olla de acero inoxidable, salí a presión en la planta baja. En la puerta principal, me despedí de los zapatos que iban de un lado a otro. Algunos no me eran desconocidos.
Ya en la calle, dejé que el llanto del cielo me mojara el pelo, mientras me alejaba de aquel barco encallado en la penumbra.
REFERENCIA CURRICULAR
Arantxa Esteban. Nacida en Alcora, (Castellón). Profesora de Enseñanza Secundaria y ciclos formativos en Benicàssim, lugar donde reside.
Ha publicado el libro de relatos La voz conversa, Uno Y Cero ediciones (2017). Relatos en: 32 maneras de escribir un viaje de forma literaria. Grafein (2002) Próxima estación, Benicàssim y Volvemos a viajar, Publicacions de la Universitat Jaume 1er (2005, 2008).
Ha participado en diferentes antologías de poesía nacionales e internacionales.
Ha sido finalista en el certamen de microrrelatos “Twinings, historias de té”, revista Qué leer (2004), en el I y II Maratón de microrrelatos organizados por CLAVE (2011, 2013), en el IV y V Premio Internacional de relatos de Mujeres Viajeras, Casiopea (2012, 2013) y en el III concurso de relatos contra la violencia machista convocado por el Ayuntamiento de Terrassa, Hades (2015).