Revista con la A

25 de diciembre de 2014
Número coordinado por:
Lucía Melgar
36

Desastres naturales y perspectiva de género

Experiencias sísmicas: literatura y testimonio

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Lucía Melgar

Los sismos trastruecan y fisuran, quiebran edificios, rompen hilos de vida y comunidad. Marcan un antes y un después, como un nudo en la memoria, un agujero en el escenario, afectivo, familiar y social

Los sismos trastruecan y fisuran, quiebran edificios, rompen hilos de vida y comunidad. Marcan un antes y un después, como un nudo en la memoria, un agujero en el escenario, afectivo, familiar y social.

En la literatura mexicana, los sismos de 1957 y 1985 aparecen más de una vez como profundas experiencias personales que dejan huella, en la memoria, en la piel, en el repertorio sentimental o en la percepción de la vida política de una ciudad o de un país. A modo de homenaje a quienes contribuyeron a salvar vidas en esos y otros desastres, retomo aquí algunas reflexiones literarias y testimonios de sobrevivientes. De una u otra forma, superar un desastre implica más que reconstruir una ciudad o una vida: implicaría en más de un sentido construir un nuevo mundo donde las catástrofes se recordaran sin volverse desastres crónicos.

En las nuevas generaciones y en la memoria del público internacional, una de las peores catástrofes naturales que ha sufrido México es el sismo del 19 de septiembre de 1985, que se inició a las 7:19 de la mañana y duró cuatro minutos con una intensidad de 8 grados en la escala de Richter. El terremoto destruyó grandes edificios habitacionales y laborales, hoteles y casas; sacó a la luz la corrupción de autoridades y constructoras irresponsables, el recurso a la tortura en sitios de detención policial y la incapacidad de los funcionarios para medir la magnitud de los daños. Con más de tres mil personas muertas, cientos de heridas y desaparecidas, treinta mil damnificadas, la tragedia marcó miles de hogares de la capital mexicana y algunas otras zonas del país. La tragedia, como destacaron muy pronto los escritores Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska, sacó también a la luz lo mejor de los “chilangos”: la solidaridad, la capacidad de organizarse, la energía para superar un espectáculo dantesco, y rescatar, desenterrar, cuidar, a gente atrapada en los escombros, o simplemente alimentar y apoyar a los rescatistas. Monsiváis incluso ve en la organización ciudadana del momento el surgimiento de la sociedad civil organizada, gran parte de la cual es la que hoy se hace cargo de exigir justicia para los estudiantes desaparecidos o masacrados en Iguala, el 26 de septiembre de este año.

Puede discutirse el momento preciso de esa eclosión de la sociedad civil organizada pero es indudable que, como cuenta Poniatowska en Nada, nadie, las voces del temblor (ERA, 1988), mucha gente se volcó a trabajar por otros, para otros -no sólo por sus familiares y conocidos- sin vacilación y sin temor al riesgo. El espanto que provoca la réplica del 20 de septiembre, la sensación de irrealidad ante edificios convertidos en polvo, la alegría tras el salvamento de varios bebés en un hospital, forman parte de un testimonio a muchas voces y de una conciencia colectiva que perdura hasta hoy.

A esa memoria, sobre todo social tal vez por la dimensión del desastre, preceden otros recuerdos personales, menos apocalípticos, que rondan la figura del Ángel caído, de la ángela caída, de la Columna de la Independencia cuando el temblor de 1957. Llama la atención, sobre todo para quien no lo vivió, que esa imagen de la figura dorada, rota en su vuelo hacia el pavimento de la avenida de la Reforma, sea el referente común, el símbolo paradigmático de ese movimiento telúrico, mucho menor. Y llama también la atención que en escritores disímiles como la novelista Carmen Boullosa y el historiador y escritor Héctor Aguilar Camín, ese temblor haya quedado asociado en su remembranza literaria a la figura de un padre que intenta en vano proteger del miedo y cuya figura se desmorona.

En su ensayo “Cuando me volví mortal”, Boullosa narra la honda impresión que le causara oír crujir la tierra desde su cama de niña y al ver a su padre sentado al pie de esa cama, rezando y profiriendo palabrotas cada vez que la sacudida arreciaba, mientras su madre aterrada se detenía en el marco de la puerta. Afuera sólo se derrumba el ángel pero adentro, en el cuarto y ante su mirada de niña de tres años, se deshace la figura del padre todopoderoso, protector, cuasi omnipotente. El movimiento, que une los cuerpos en un incesto simbólico, iguala a la niña y al padre disminuido. La narración, después, la engrandece a ella, así sea a posteriori, pues en sus palabras verdaderas y fantasiosas y en la reacción de los mayores descubre o traza retrospectivamente su talento fabulador. Por su parte, en su reciente memoria familiar Adiós a los padres (Random House, 2014), Aguilar Camín rememora a un padre que lo abraza también de noche en su cama de niño y aquí, sin rezos, le asegura que “nada pasa”, pero transmite una impotencia tal que al niño, y al hombre que recuerda después, le queda “el saber de la pérdida”, asociado en este caso tanto al temblor del 57 y su ángela caída, como a la pérdida de la casa familiar original bajo el huracán Janet en 1955 y la posterior pérdida de la suerte paterna, monetaria y personal, que definirá los destinos del narrador y su familia. La figura del padre, distinta y reconstruida desde perspectivas también diversas, pierde en todo caso su poder y, sobre todo, su aura protectora, ante los ojos de una niña y un niño sensibles a la fuerza de la naturaleza y a la humanidad frágil de quienes imaginaban o habrían querido imaginar omnipotentes. Así sea producto de las circunstancias (de las y los narradores y de la lectora que aquí los une), estas memorias del sismo vivido en la infancia trasmiten el profundo impacto de los desastres naturales en la vida psíquica y personal.

Los desastres no han de conllevar siempre tragedia y muerte, si se sabe prever y prevenir los riesgos

Los desastres, como sabemos y explican las colaboradoras de este número, no han de conllevar siempre tragedia y muerte, si se sabe prever y prevenir los riesgos. Por eso resultan por demás indignantes las tragedias que devela el derrumbe de edificios sobrecargados, de viviendas hacinadas, de talleres clandestinos sin la mínima seguridad, como los que sacó a la luz también el sismo del 85 en la calle de San Antonio Abad en la Ciudad de México. Como ya contara también Elena Poniatowska en Nada, nadie, ese 19 de septiembre reveló un grado extremo de corrupción por parte de empresarios y autoridades laborales: no sólo se descubrió que en inmuebles viejos e inadecuados para esa función se habían instalado talleres de costura donde se hacinaban cientos de trabajadoras bajo condiciones de trabajo cercanas a la esclavitud, sino que además hubo quienes dieron prioridad al rescate de maquinaria y no al de mujeres atrapadas en los escombros. La miseria humana no paró ahí: en cuanto los lugares de trabajo eran clandestinos, los dueños quisieron salir ilesos sin pagar indemnización a quienes quedaban desempleadas. En este caso, sin embargo, como sucedió en la ciudad en general, hubo también organización y solidaridad. Con asesoría y apoyo legal, se formó el Sindicato de Costureras 19 de septiembre que logró, al menos parcialmente, que se reconocieran los derechos de las trabajadoras, se les reparara el daño e incluso que el gobierno de la ciudad les diera, como hacía con otros grupos, un lugar donde vivir y trabajar. Los logros de un sindicato, constituido sólo por mujeres no fue ni es menor. Desafortunadamente, casi treinta años después, las pocas sobrevivientes de esa lucha han denunciado el despojo del predio en que además de vivienda tenían talleres y lugar de reunión. Para colmo, el memorial a las costureras, que apenas se inauguró en 2003, quedó encerrado en ese predio, hoy vedado, y sirve de basural, según denunciaran quienes presentaron este caso ante el Tribunal Permanente de los Pueblos en agosto de 2014. Otro desastre sin sentido. Otra experiencia sísmica que merece una historia particular.

 

REFERENCIA CURRICULAR

Lucía Melgar es Crítica cultural. Doctora en literatura hispanoamericana por la Universidad de Chicago (1996), con maestría en Historia por la misma Universidad (1988) y Licenciatura en Ciencias Sociales por el ITAM, México (1986). Especialista en Género. Actualmente es investigadora independiente y profesora de asignatura del ITAM y Coordinadora de la revista digital con la A en América Latina y Caribe.

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