Revista con la A

25 de julio de 2017
Número coordinado por:
Bethsabé Huamán
52

Presidentas: Las mujeres en el poder

Editorial

Desde que el patriarcado usurpara la “matrilinealidad”, allá por el Neolítico, para mandar sobre la línea de parentesco a través del control (por la fuerza -usando la violencia en toda su tipología- o por el convencimiento de su inferioridad, históricamente reforzado por la educación y por la moral religiosa, limitando sus espacios de desarrollo) del cuerpo de las mujeres, y por ende de sus vidas, las relaciones de las mujeres con el Poder han sido, cuanto menos, complicadas. De menos a más, en primer lugar porque la mayoría de las mujeres están convencidas (el patriarcado lo logró) de que el Poder es cosa de hombres, que somos inferiores y que sólo ellos pueden detentarlo, argumentando esta condición desde la falacia «… a las mujeres no nos interesa el poder» (recordando la fábula de la zorra y las uvas, que al no poder alcanzar un racimo se auto-convenció de que no le interesaban porque ¡Estaban verdes!). Si acaso, a estas alturas del siglo XXI, las mujeres que detentan o han detentado el Poder con mayúsculas -siempre gracias al apoyo de los movimientos feministas o a las estrategias del patriarcado para dar continuidad a una estirpe masculina o a un grupo de presión sin recambio masculino- lo hacen en puestos subsidiarios, en segunda línea, vaya. En segundo lugar porque a los hombres no les gusta que las mujeres tengan poder ya que pone en riesgo sus muchos privilegios: riesgo de perder el control del dominio integral sobre más de la mitad de la humanidad -las mujeres-, que les viene dado de consuno desde la emergencia del patriarcado; riesgo de no poder seguir desentendiéndose de los cuidados y las tareas domésticas, con la subsiguiente pérdida de llevar una vida cómoda y poder hacer uso pleno de los espacios-tiempos sin necesidad de ocuparse de lo fundamental para el desarrollo saludable de la vida humana, unido al riesgo de pérdida del trabajo gratuito que realizan las mujeres y que sostiene -según un estudio realizado en 2004 por el CSIC-, el 40% del PIB; riesgo a la pérdida del uso, del abuso y del control del cuerpo y de la vida de las mujeres, de su sexualidad y de su condición reproductiva; riesgo de tener que competir con unos seres, “extraños” a sus valores y códigos, que ponen en tela de juicio su superioridad (para sentirse superior se requiere la consideración de “otros” -en este caso otras- como inferiores y que éstos/éstas les reconozcan tal superioridad); riesgo de pérdida de los valores de la masculinidad, articulados en torno a la fuerza, a la violencia, a la confrontación permanente; riesgo de perder la línea de parentesco y el control sobre la maternidad y por ende sobre la descendencia; riesgo a que “su inteligencia” se compare con la de aquellas sobre quienes han puesto en marcha todos los recursos -explícitos y tácitos- para minimizarlas como sujetos; riesgo a que las generaciones venideras tengan modelos diferenciados de poder y las niñas puedan pensarse poderosas… Realmente arriesgan mucho. En tercer lugar, y lo que en este contexto es más importante, la complicación que tienen que afrontar las mujeres que llegan a la primera línea del Poder para manejarse en unas estructuras, en unas instituciones creadas y articuladas para responder a las necesidades del sujeto antropológico de referencia, caracterizado (ya lo hemos señalado en múltiples ocasiones) en occidente como: varón, blanco, sano, heterosexual, rico, de creencias judeocristianas y de referencias históricas y culturales europeas, con una determinada edad productiva que oscila en función de las necesidades del mercado… Estructuras e instituciones en las que dominan los poderes fácticos y los grupos de favor -netamente androcéntricos y patriarcales-, en los que la presencia de mujeres en los espacios de toma de decisiones constituye, cuanto menos, una “anomalía”. Anomalía que se tolera, e incluso se impulsa, cuando las instituciones están en crisis, o cuando no encuentran un liderazgo que unifique las luchas intestinas de los grupos que pugnan por ocupar los espacios de Poder… Y ahí dejan paso a las “hijas de” o a las “esposas-viudas de”, o a las avaladas por aquellos que no han encontrado “su delfín” para dar continuidad a su obra, con la garantía de que van a seguir el principal mandato de género: la obediencia y la sumisión… para las que han sido previamente adiestradas… Pero ¡ay de aquellas que quieren transformar las políticas, que pretenden alterar las prioridades de la masculinidad! pues de no obedecer, de no someterse a los mandatos de “sus benefactores” en la sombra, ya se sabe lo que ocurre: el desprestigio, los palos en las ruedas, el acoso permanente hasta que muchas de ellas, cansadas de tanta lucha infructuosa, sin alternativas organizativas, porque no han puesto en juego un modelo de “poder-otro” sostenido por los pilares de los principios de igualdad y articulados desde una ética feminista, bien dicen ¡Adiós, ahí os quedáis con vuestro poder, que os zurzan!, bien son perseguidas y vilipendiadas o, lo que es casi peor, bien se pliegan y se someten para seguir donde están, contagiadas por las migajas de privilegios, o para pasar a la Historia, o lo que es peor, para perpetuar el mandato de género originario de tener que obedecer y defender al varón… Este número de con la A nos da cuenta de distintas mujeres que han detentado (o detentan) y gestionado el Poder sin poner en valor su condición de género…

Pero no quiero terminar esta editorial sin plantear que el poder no solo no es algo ajeno a las mujeres sino que es imprescindible si es que queremos cambiar las cosas. Y es que las mujeres feministas no hemos puesto aún en juego modelos de poder propios, ni hemos construido estructuras teniendo como referente nuestro capital cultural (el feminismo tiene 300 años de historia) ni nuestra ética. De hecho, nuestra experiencia organizativa se desarrolla dentro de estructuras regidas por las normas patriarcales que no somos capaces de trascender, de subvertir, sin darnos cuenta que es ahí donde el poder simbólico teje sus redes y nos convierte en seres vulnerables, debilitándonos para ejercer un modelo de poder-otro que erradique la idea de poder-dominio, de poder violento, de poder depredador, de poder patriarcal. Necesitamos tener experiencias de poder singulares, ajustadas a nuestros valores y principios, a nuestra cultura e ideario político, para aprender a manejarnos con poder propio, dentro de nuestras propias estructuras que tenemos que transformar, de manera urgente, asumiendo poder-para hacer lo que debemos y lo que queremos hacer, poder-con otras y otros, que no es sino el poder comunitario, compartido y participativo… Necesitamos Poder para cambiar este mundo, abocado al abismo, y para evitar que el Poder nos cambie cuando accedemos al Poder. Ardua tarea, claro, pero ¿Quién dijo que esto de ser feminista era fácil?

Alicia Gil Gómez

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